Como contribución a la conmemoración del centenario de la muerte de nuestro gran escritor, el Padre Coloma (1851-1915) iniciamos la semana pasada un recorrido por las tierras comprendidas entre el Guadalete y el cerro de El Mojo de la mano de uno de sus relatos, “La Batalla de los cueros”, que recrea un episodio bélico que tuvo lugar en 1325 en las Dehesas de Martelilla. Los benimerines se enfrentan aquí a los jerezanos que, con el auxilio de los cordobeses, resultarían vencedores en un desigual combate que a punto estuvieron de perder. La historiografía tradicional jerezana se refiere a este enfrentamiento con el nombre de Batalla de los Potros, de los Cueros o de La Matanza, nombre este último que ha pervivido en la toponimia de la zona.
Retomamos el relato que comenzamos en nuestra anterior entrega en el momento en el que los caballeros jerezanos se disponen a partir para la batalla. Aunque en ninguna de las “Historias de Jerez” más célebres, se hace alusión a personajes ligados a esta acción de armas más allá del alcaide Simón de los Cameros, Coloma llena de “nombres” la escena e incluye en la nómina de ilustres que acuden a la contienda a lo más granado de la nobleza jerezana del momento: Diego Pavón, Herrera, Fernán Núñez-Dávila, Alonso Fernández de Valdespino -el del Salado-... No faltaban tampoco a la cita caballeros como Garci-Pérez de Burgos, Juan Gaitán Carrillo, el hijo de Pérez Ponce de León, Mateo –“el de los buenos fijuelos”… Aunque si alguna presencia subraya nuestro escritor en este momento épico es la de Gutiérrez Ruiz de Orbaneja, quien ya de avanzada edad, se presentaba a la batalla sin armadura “por no poder soportar su peso”. (1)
Con Simón de los Cameros por el camino de Vejer.
La salida de la ciudad de las tropas jerezanas se realiza por la Puerta Real (“la del Marmolejo”) y de acuerdo a la treta estudiada, evitan el camino de Medina, ocupado ya en las inmediaciones del río por el campamento enemigo. Sigamos, con Coloma, el itinerario de los jerezanos:
“Caminaban, en gran silencio los de Jerez, siguiendo el camino de Vejer, para tomar luego el de Medina y coger al moro por la espalda. Marchaba delante el alcaide, montando un trotero, que por caparazón llevaba una gran piel de tigre, despojo de un jeque moro, cuyas manos pendían anudadas en las cadenas del pretal, con garras de oro; seguíanle en dos alas los de a caballo, guardando en medio los peones que llevaban el recuaje de potros cerriles, que por consejo de Dávila, habían de tomar parte en la batalla. Hallábanse los moros en su real, allá junto a la laguna de Medina, tan confiados en su valor o desdeñosos del ajeno, que no se dieron cuenta del enemigo que llegaba ya al alcance de sus azagayas".
Una vez llegadas las tropas al paraje donde pueden sorprender por la retaguardia a los benimerines, acampados en las inmediaciones del actual cerro de El Mojo, deben mantener una tensa espera hasta el amanecer como bien relata Coloma: “Pedía la prudencia treguas al valor de los nuestros, y sólo bramando de coraje pudieron mantenerse en sosiego hasta el cuarto del alba, que se aprestaron a la pelea atando a los potros cerriles, no zarzas y cambrones, sino cueros crudos que a prevención llevaban.”
En la ciudad, es noche cerrada cuando llegan a la Puerta de Sevilla, sin ser esperadas “…gran número de gentes de guerra, que llegaban a la barbacana refuerzo del muro… -¡Córdoba por Jerez! -sonó una voz hidalga al pie del muro. Eran las gentes de Córdoba, que sin ser llamadas, venían en auxilio de sus hermanos en Dios, en Patria y en Rey.”
Coloma se recrea aquí en la actitud valerosa de la alcaidesa y en la generosidad de los cordobeses que, en mitad de la noche, cansados y fatigados, rechazando el descanso que los jerezanos les ofrecen “… piden un adalid que los guíe, porque no admite la guerra espera: pasan el río al trote del peonaje, y hacen alto en un cerro, desde donde atalayan al moro, esperando den señal de la pelea los nuestros que del lado de allá se hallaban”.
El auxilio de los cordobeses.
Ya está a punto de amanecer. Los cordobeses en las inmediaciones del Cerro del Viento, junto a la Laguna de Medina, los meriníes en la Dehesa de Martelilla, los jerezanos en las tierras de El Mojo. Dejemos que lo cuente Coloma:
“De repente rompe el traidor silencio una tremenda algazara de trompetas y vocerío, atabales y rugidos, y con tal furia y empuje arremeten los nuestros al moro, que por tres cuartos de hora prolonga la polvareda las sombras de la noche: huyen los potros cerriles arrastrando con estrépito los cueros que los azotan y espantan; créceles el asombro con la carrera, y tal pavor infunden en los caballos agarenos, que con su propio espanto descomponen el real.
-¡Santiago! -gritan los nuestros; y al despertar despavorido el moro, no acierta a proferir su antiguo grito de guerra.
Trábase al fin la lucha con tal ventaja del cristiano, que ya muerden el polvo siete sarracenos, sin que Dávila saque la lanza de la cuja. Más lejos se revuelve Herrera como bueno; da un tajo y se abre camino, y por un quijote que le arrancan, arranca al moro tres banderas y mil vidas.
Aterrada la morisma huye hacia Jerez sin tino, y va a dar en las lanzas cordobesas, que con tal furia la reciben, que no parece causa ajena, sino propia la que mueve sus bríos. Cejan luego hacia Margarigut el antiguo, aldea entonces de Pedro Gallegos, propia de Valdespino; mas allí los siguen cordobeses y jerezanos, que aun no se conocen, pero que con rabia igual los alancean.
Allí cayó, roto el pecho y la jacerina, el hijo de Juan Gaitán, que aun el bozo no le apunta: diole el polvo de la batalla mortaja de caballero, y no faltó quien guardase a su madre la Sarmiento, la lanza rota del mancebo; y a su dama Inés Zurita, unas tranzaderas verdes que hizo la sangre rojas.
Crece el furor mientras más cerca halla la victoria, y tanta sangre corre en aquellos sitios, que borra para siempre su antiguo nombre, grabando en su vez el terrible de Matanza. Vencida, pero astuta siempre la morisma, huye a guarecerse en unos arroyos secos: mas allí la alcanza la rabia del cristiano, y corre aún bastante sangre para dar corriente al cauce vacío, y a aquella tierra, ebria de sangre mora, el nombre de Matanzuela.
La noche corre aterrada a contar a otras naciones las proezas de la nuestra, y cuando el día asoma medroso, encuentra el pendón de Ismael roto, la Cruz en alto, y sembrado el campo de cadáveres, que cubrían, puesta de pie, la lanza más larga que había en el campo: la de aquel buen López de Mendoza, que tuvo luego, en sus armas la gloria del Ave-María.
Y allá más tarde, cuando cordobeses y jerezanos, jurándose hermandad eterna, arrojan a los pies de la Virgen de la Merced, que desde entonces lo fue de los Remedios, un puñado de banderas moras, cubiertas de sangre cristiana como de reliquias, y de sangre agarena como de trofeos, escribe la fama en su libro la batalla de los Cueros, y grita al mundo con sus cien trompetas. Todo lo alcanza el valor si la fe lo mantiene.”
Por las tierras de La Matanza.
Con los ecos del relato del Padre Coloma, hemos vuelto a recorrer en estos días, cuando se cumple el centenario de su muerte, estos parajes.
No soplan ya vientos de guerra en las tierras de La Matanza, sino los vientos de levante que mueven las aspas de los enormes aerogeneradores instalados en el parque eólico de Doña Benita. Lentiscos, palmitos y acebuches crecen en la Cañada Real de Lomopardo o de Medina, que sigue todavía recordando el antiguo camino por donde circulaban las tropas.
No vienen ya por El Mojo y por Baldío Gallardo las mesnadas de los benimerines, ni amenazan algaras los llanos de La Ina.
No se talan ya los olivares y encinares de las dehesas de Martelilla, donde pace plácidamente, ajena a los sangrientos episodios de la historia, la vacada que lleva el nombre de este afamado hierro por toda la geografía taurina.
Nada queda ya de la aldea de Margarihut (la alquería del “prado de los judíos”), la que pasó a denominarse después de la batalla Aldea de Pero Gallegos. Nada salvo los apacibles prados de La Matancilla, salpicados de aerogeneradores.
Nadie acampa ya, sino las aves migratorias, en las laderas de la Laguna de Medina, en las arboledas de El Sotillo, junto al Saldado y al Vado de Medina.
Y en el Cerro de la Cabeza del Real y las colinas de Lomopardo, donde un día se plantaron las tiendas de los benimerines, se cubren hoy sus albarizas de girasoles, de trigos y de vides.
Para saber más:
(1) Las citas textuales están tomadas de Coloma, Luis. La Batalla de los Cueros. Episodio Histórico. Imprenta de la Revista Jerezana. 1872. Otra edición de 1876 puede consultarse en la red.
Observación: situando el cursor sobre una fotografía, podremos leer el pie de foto. Si pulsamos sobre cualquiera de ellas, podrán verse todas a pantalla completa.
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Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 24/05/2015
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