28 junio 2015

Salinas con historia junto a Estella del Marqués.
Un paseo por Las Salinillas




A Santiago Valiente, amigo y maestro.

En estos días azules que nos regalan los primeros días del verano, cuando el calor aprieta, nos gusta visitar algunos pequeños humedales de nuestro entorno cercano para “descubrir” el pequeño tesoro que encierran sus aguas: la sal. Eso era al menos lo que pensaban nuestros convecinos cuando, en los siglos medievales, acudían a estas pequeñas lagunas salobres que se reparten por los alrededores de la ciudad para abastecerse de esta indispensable sustancia.



En próximas salidas recorreremos algunos de estos humedales salinos, centrándonos hoy en uno de los más conocidos, el de Las Salinillas, situado en los Llanos de La Catalana junto a Estella del Marqués.

Humedales salobres en torno a Jerez.

Junto a las lagunas más conocidas de nuestro entorno (Medina, Los Tollos, Canteras, Tejón, lagunas de El Puerto), la mayoría de ellas de agua “dulce” y de carácter permanente, existen en las cercanías de la ciudad no pocas lagunas o zonas encharcables de carácter estacional que, a diferencia de aquellas, presentan en sus aguas elevadas concentraciones de sal que, en algunos casos, permiten calificar a estos humedales como “salados”. El material geológico que forma su sustrato o que está presente en los terrenos circundantes de estas pequeñas cuencas endorreicas, está integrado principalmente por yesos y margas de edad triásica, con alto contenido en sales que, al ser disueltas por las aguas superficiales, confieren este “carácter salado” a numerosos arroyos y pequeñas lagunas de buena parte de la provincia (1).

Por señalar sólo algunos ejemplos de parajes donde podemos encontrar este tipo de pequeñas lagunas, mencionaremos la que puede observarse junto al Arroyo de la Loba, -al inicio de la carretera del Calvario, a mano izquierda- que en los meses de verano, apenas aprieta el calor y el agua se evapora, nos muestra su fondo blanquecino, con una película de sal que delata la naturaleza salobre de sus aguas. Este rincón entre viñas, conocido también como Las Salinillas, es quizás uno de los más representativos de los que pueden encontrarse en las cercanías de la ciudad.

Otras zonas encharcables, donde se forman pequeñas lagunas estacionales con presencia de la vegetación propia de terrenos ricos en sal las encontramos junto a la Cañada del Amarguillo, en las proximidades de los Cortijos de Roa La Bota y Fuente Suero, en el Rincón de La Tapa, junto al cortijo de Espantarrodrigo, en la Cañada de Morales, en Doña Benita y La Matanza, en las cercanías del Cortijo de Vicos… Todas ellas tienen en común que la naturaleza del suelo sobre el que se asientan, o las laderas que forma parte de su “cuenca de recepción”, están constituidas por materiales del triásico, como se ha dicho, de carácter margoso, ricos en yesos y sales.



Sin embargo en pocos lugares queda en evidencia este alto contenido salino de las aguas como en el paraje de Las Salinillas (de similar nombre que el primero que citamos), próximo a Estella del Marqués, del que nos vamos a ocupar hoy.

Por los Llanos de La Catalana.

La mejor forma para acceder al lugar, o bien para contemplarlo desde la distancia, es tomando la carretera que une Estella del Marqués con Lomopardo. Si salimos de la primera población, al poco de abandonar el casco urbano observaremos a la derecha de la carretera una hondonada, rodeada de viñedos. En los meses de verano nos llama la atención una lámina blanca de sal que ocupa el lecho de una pequeña laguna estacional que durante buena parte del año se forma en este lugar. Tomando un carril a la derecha, (frente al que se dirige a la Venta La Dehesa) podremos llegar fácilmente hasta Las Salinillas, por cuyos llanos cruza la gran tubería del Acueducto de Abastecimiento de agua potable de la Zona Gaditana, procedente del pantano de Los Hurones después de haber pasado por la Potabilizadora de Cuartillos. Esta conducción, actualmente cubierta por un “muro” de tierra, hubo de ser reconstruida por que la naturaleza salobre de estos suelos, encharcados buena parte del año, actuaron como elemento “corrosivo” de los elementos metálicos de la misma.

Rodeado de viñedos y de tierras de labor, el fondo de este pequeño valle -por el que discurre también el Arroyo Salado de Caulina, en paralelo a la Autopista Sevilla Cádiz-, ha formado una pequeña cuenca donde se embalsa el agua sobre el sustrato “impermeable” de las margas y arcillas triásicas, ricas en sales, que ha dado origen a esta pequeña laguna salada. Estos materiales pueden apreciarse, por ejemplo, en el cercano parque periurbano de Las Aguilillas. Las laderas sobre las que se desarrolla el viñedo (hacia Lomopardo) son de tierras albarizas (Mioceno), mientras que los materiales geológicos que encontramos en el otro lado de la vaguada, hacia Estella del Marqués, son de origen más moderno (Plioceno) y de consistencia más arenosa. Un curioso “corte geológico” que nos permite apreciar la naturaleza de estos últimos materiales puede verse en las paredes rocosas, cortadas a pico, junto a la entrada de la Venta La Cueva, en Estella (2).

Unas salinas con historia.



Una vez en Las Salinillas, observaremos que las zonas más encharcadas, mantienen la típica vegetación lagunar (tarajes, juncos, carrizos…), mientras que las que se secan en verano, más ricas en sal, presentan algunas de las especies propias de los terrenos salobres, entre las que sobresalen las salicornias (Salicornia ramosissima) (3).


Es también frecuente la presencia de aves propias de terrenos inundados destacando por su fidelidad al lugar las cigüeñuelas que pueden verse casi con total seguridad cuando visitamos el humedal.



Entre los fangos cuarteados de las orillas o la zona central de esta pequeña laguna, se forma, cuando se evapora el agua, una lámina de sal que lo cubre todo y que justifica claramente el topónimo con el que desde la Edad Media es conocido este paraje: Las Salinillas.



La utilización de las aguas, fangos y sales para diversos fines está documentada ya desde el siglo XV. El profesor Emilio Martín Gutiérrez, recoge varias citas referidas a Las Salinillas.

En una de ellas, fechada en 1434, se menciona un amojonamiento realizado por Alfonso Núñez, juez de términos, en el que se alude a esta laguna salada, ubicada en las cercanías de Jerez que era utilizada por los vecinos “para echar las ruedas de las carretas en el agua de las dichas salinas”. Se conseguía así el doble efecto de ajustar mejor las piezas, al “hincharse con el agua” y conservar mejor la madera por efecto de la sal.

En otra cita, referida a un amojonamiento realizado por el licenciado Francisco Cano en 1524, se hace también alusión a unas “salinas” en la zona de la “Dehesa de la Catalana o del Salado”, en las proximidades de la “pasada del Salado”, que se identifican con este paraje de Las Salinillas, donde se también se extraía sal para su consumo en la población (4).



Las Salinillas es un paraje singular muy cercano a la ciudad, cargado también de historia, que bien merece una visita.

Para saber más:
(1) Gutiérrez Mas, J.M. et al.: Introducción a la Geología de la Provincia de Cádiz. Universidad de Cádiz. 1991
(2) Mapa Geológico de España. Hoja 1.048. Jerez de la Frontera. Instituto Geológico y Minero de España. 1988.
(3) Sánchez García I. et al. : Guía de las plantas acuáticas de las reservas naturales de las lagunas de Cádiz. Junta de Andalucía. Consejería de Cultura y Medio Ambiente. 1992
(4) Martín Gutiérrez, E.: La organización del Paisaje Rural durante la Baja Edad Media. El ejemplo de Jerez de la Frontera. Universidad de Sevilla-Universidad de Cádiz. 2004.


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Otras entradas sobre Paisajes con historia y Lagunas y humedales "entornoajerez"...

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 28/06/2015

21 junio 2015

Por los paisajes de la Lacca romana.
Tras las pistas del manantial de aguas sulfurosas de Casablanca.




En nuestro paseo de hoy les proponemos visitar los alrededores de la Junta de los Ríos y del Cortijo de Casablanca, en cuyas cercanías sitúan los historiadores la antigua ciudad romana de Lacca que dio su nombre originario al río Guadalete y que, según las fuentes clásicas, contaba con fuentes termales. Un manantial de aguas sulfurosas persiste aún en estos parajes, hasta el que nos hemos acercado para reencontrarnos con viejas historias.

Aguas medicinales.

Como es sabido, la provincia de Cádiz cuenta con numerosos manantiales, muchos de los cuales poseen en sus aguas propiedades medicinales. En la actualidad, sólo el balneario chiclanero de Fuente Amarga dispone de instalaciones para el aprovechamiento de sus aguas sulfurosas en distintos tratamientos termales indicados para afecciones respiratorias, reumáticas y dermatológicas. Sin embargo, hubo un tiempo en el que muchas de estas pequeñas fuentes eran muy utilizadas y apreciadas, llegando a gozar algunas de ellas de gran fama por el efecto terapéutico de sus aguas. Célebres fueron los baños de Gigonza, los de Paterna, los de Pozo Amargo o los de La Esparragosilla y El Cerillar, por citar sólo algunos. En la ciudad de Jerez tuvieron días de gloria los balnearios de San Telmo y La Rosa Celeste, muy visitados gracias al auge que la hidroterapia y el termalismo experimentaron a partir de la segunda mitad del siglo XIX y durante las primeras décadas del XX.

Junto a los más conocidos, repartidos por las campiñas y sierras de nuestro entorno, otros muchos manantiales de aguas “gruesas” o “finas”, “herrumbrosos” o ferruginosos, sulfurosos o “hediondos”, salinos, “acídulos”… recibían no pocas visitas de lugareños y foráneos que, atraídos por sus virtudes curativas, querían beneficiarse del poder curativo de sus aguas. De estas pequeñas surgencias a cuyas aguas se les atribuyen desde antaño propiedades medicinales, llegaron a contarse casi un centenar sólo en las poblaciones cercanas, entre las que destacamos las de Torrecera, Pasada Blanca, Gibalbín, El Guijo, La Mina, La Garrapata, Fuencaliente, La Sarna… Hoy vamos a ocuparnos de uno de esos modestos manantiales, perdidos ya hasta en la memoria de los lugareños y que, nos tememos, corre el riesgo de desaparecer: el de Casablanca.

Por el cortijo de Casablanca.

El manantial se encuentra ubicado en las tierras del cortijo de Casablanca, muy cerca de la carretera que conduce a la conocida barriada arcense de la Junta de Los Ríos. Sus aguas afloran en la ladera derecha de una pequeña cárcava excavada por un arroyuelo que corre entre prados hacia el Llano de la Liebre, por donde busca el Guadalete en las cercanías de las tierras de Casinas.

El cortijo de Casablanca, preside este rincón de la campiña, ocupando la zona más elevada de las lomas margosas del Mioceno sobre las que crecen sembrados de cereal y en las que es fácil ver pastando en los prados la yeguada y la torada de la finca.



El cortijo llama la atención por su privilegiada posición, desde la que se domina una amplia perspectiva, y por la solidez de su caserío, en el que sobresale una gran nave, con tejado a dos aguas que sirve de pajar y granero y en la que destacan singulares y robustos contrafuertes cónicos en sus ángulos.

Igualmente notable es el patio interior, en torno al que se organizan el resto de las estancias, al que se accede por un gran portón y que cuenta en uno de sus rincones con un viejo pozo.

Muy cerca del manantial (que se sitúa a unos 500 m. al este de Casablanca) se encuentra también el cortijo de Doñana, junto al que se ha construido una pantaneta que corta el curso del arroyo principal al que vierte sus aguas el que proviene del citado manantial de aguas sulfurosas.

Los cerros que rodean al cortijo se asientan sobre materiales triásicos -arcillas abigarradas, areniscas y yesos- que afloran en las cotas más bajas y que confieren a las aguas que los surcan cierto carácter salobre. En el invierno, las escorrentías de este pequeño regato, que actúa también como canal de drenaje de los campos cercanos, diluyen las aguas del manantial, que pasa entonces casi desapercibido. En los meses calurosos, cuando los caudales son menguados, las aguas sulfurosas, que siguen manando con pequeños borbotones y con un hilillo que no cesa, se estancan en pequeñas pozas y charcas en el lecho del arroyo. En ellas se ven brotar burbujas de aire, presentando esa característica capa blanquinosa en la superficie del agua que, como una tenue gasa de “nata”, cubre también los cantos rodados y las matas de hierba del cauce. Es entonces cuando mejor se aprecia ese característico olor a azufre que desprenden estas aguas, que adquieren ahora un aspecto más lechoso, y que explica fácilmente el calificativo de “hediondas” con el que se conocen popularmente.

Décadas atrás, como nos cuentan los más viejos del lugar, “la gente venía y se ponía la nata blanca en la piel” o se llevaba el agua en cántaros, para tratar con ellas las afecciones cutáneas, para lavarse las zonas afectadas o simplemente, para “tener la piel fina”. Eran otros tiempos en los que los abonos, pesticidas y tratamientos fitosanitarios asociados a la agricultura no contaminaban los acuíferos, como sucede ahora en tantos lugares, y en los que la hidroterapia gozaba de gran predicamento.

Aunque en nuestros días ha caído sobre ellos el olvido, estos manantiales sulfurosos eran conocidos ya siglos atrás y diversos autores han querido vincularlos, como veremos, a la época romana. De lo que sí queda constancia es de que el paraje no pasa desapercibido para Pascual Madoz, quien a mediados del XIX, lo cita en su “Diccionario Geográfico, Estadístico Histórico”, refiriéndose a Casablanca como un lugar con “Cortijo y baños”.



Siguiendo la historiografía local, menciona también que “ocupa el sitio de Turdeto, ciudad famosa en la antigüedad que coloca Mariana entre Jerez y Arcos; si bien por las últimas observaciones de sus vestigios corresponde al sitio del cortijo Mesa de Santiago” (1). Al referirse a las fuentes que afloran en las cercanías del cortijo, este mismo autor las describe como “manantiales de aguas termales”, indicando también que “sirven para curar todo humor cutáneo y úlceras de la periferia, aunque sean envejecidas, precediendo para ello una preparación médica” (2).

Tras las huellas de la ciudad romana de Lacca y su fuente termal.



Diferentes historiadores han vinculado estos parajes situados entre las tierras de Casablanca, Casinas y El Cacique con la ciudad romana de Lacca, si bien su emplazamiento es todavía discutido. En el origen de esta hipótesis pueden estar las referencias que aporta Al Himyari, geógrafo e historiador musulmán, nacido en Ceuta en el siglo XIV, quien basándose en testimonios de otros autores anteriores da cuenta de una ciudad llamada Lakka o Lakko. Refiriéndose a ella aporta unas interesantes claves y escribe que es una “Ciudad de al-Ándalus, en el territorio de Sidona. Es antigua y fue construida por el Cesar Octavio. Sus ruinas subsisten todavía. Posee una de las mejores fuentes termales de al-Ándalus. A orillas del río de ésta, el rey de al-Ándalus, Rodrigo, a la cabeza de sus tropas cristianas, se encontró con Tarik b. Zallad, acompañado de sus contingentes musulmanes, el domingo 28 ramadán del año 92 de la Hégira (19 de julio del año 711)” (3).



El profesor Genaro Chic García, siguiendo las tesis de Sánchez Albornoz apoya la idea del posible emplazamiento de Lacca en la zona del Cortijo de Casablanca (4). Aunque esta ciudad no figura en las fuentes literarias o epigráficas clásicas, conviene recordar que su nombre aparece hasta en catorce ocasiones sobre ánforas olearias. Como señalan estos autores, su ubicación habría que buscarla, por tanto, en una comarca olivarera cercana a un río que permitiera el transporte fluvial del aceite. El testimonio de Al Himyari aporta como datos relevantes que “Lakko” se encuentra junto al “Maddi Lakka”, identificado por Sánchez Albornoz como el río Guadalete. De la misma manera sitúa en el paraje la presencia de importantes ruinas, correspondientes a una ciudad antigua de origen romano. Durante siglos, como queda de manifiesto en la historiografía local arcense y en los testimonios arqueológicos recogidos, en los campos próximos a la Junta de los Ríos y a los Cortijos de Casablanca y Casinas (donde se encontraba la ciudad musulmana de Qalsana o Calsena, a la que otro día volveremos) han aparecido numerosos vestigios de lo que pudo ser una importante ciudad (5).

Por citar sólo algún ejemplo, en las cercanías de Casablanca (junto a Casinas, en la Haza de la Cada o de la Cava, como menciona Gusseme) fue encontrado un fragmento de inscripción funeraria romana en la que podía leerse: “A los dioses Manes. Mumio Hermes, de 32 años, aquí está enterrado. Sea para ti la tierra leve” (6).



De esta lápida da cuenta ya el erudito arcense Tomás Andrés de Gusseme en un discurso (sobre las ruinas de Turdeto) escrito en 1755, conservado en la Real Academia de la Historia, en el que apunta también que “… de la tierra que llaman de la Cava, se han sacado gran número de lápidas, columnas, tinajas, y otros rastros, y sucede diariamente lo mismo. De estos se han llevado muchos a las casas del cortijo de Casa Blanca” (7).

Aún hoy, cuando se pasea por estos campos, no es difícil hallar fragmentos de cerámica, de ladrillos o de tégulas que nos evocan, como señalaba hace ya más de un siglo el historiador arcense Miguel Mancheño, una tierra, “… labrada mil veces, y esparcida sobre el inmenso despoblado que comprende centenares de hectáreas, haciendo suponer que fue asiento de ciudad populosa y floreciente” (8).

Con todo, del testimonio de Al Himyari, queremos destacar una de las razones que han llevado al profesor Chic García (como ya antes lo hiciera también Sánchez Albornoz) a vincular el actual enclave de Casablanca con la ciudad romana de Lacca: la presencia en este lugar de fuentes termales que el geógrafo ceutí señala como un elemento singular de aquel enclave.



Tal vez, el modesto manantial que aún se conservan en las cercanías del cortijo de Casablanca, la pequeña fuente de aguas sulfurosas o “hediondas” que hoy contemplamos (con riesgo de aterrarse por los acarreos que la erosión arrastra de los campos cercanos hasta el arroyo donde brotan), sea un testimonio que nos permita tirar del “hilo de la historia”.



Ese hilo que relaciona estos parajes con aquella ciudad de Lakka en la que Al Himyari nos recuerda que se encontraba “una de las mejores fuentes termales de al-Ándalus”. Ese mismo lugar en el que Madoz, hace apenas un siglo y medio, menciona también los “baños” de Casablanca y que nosotros, modestamente, hemos querido rescatar del olvido.

Para saber más:
(1) Diccionario Geográfico Estadístico Histórico MADOZ. Tomo CADIZ. Ed. facsímil. Ámbito,Salamanca, 1986. Pg. 191.
(2) Diccionario Geográfico Estadístico Histórico MADOZ. Tomo CADIZ, Pg. 49.
(3) ABELLÁN PÉREZ, J.: El Cádiz islámico a través de sus textos, Cádiz, 1996, pg. 80
(4) CHIC GARCÍA, G.: “Lacca”. Habis, 10-11, 1979-1980, pp. 255-276.
(5) BORREGO SOTO, M.A.: La capital itinerante: Sidonia ente los siglos VIII y X. Presea ediciones, Jerez, 2013
(6) GONZÁLEZ, J.: Inscripciones romanas de la provincia de Cádiz. Diputación Prov. de Cádiz, 1982, p. 281. Pgs. 286-287
(7) MANCHEÑO OLIVARES, M.: Antigüedades del partido judicial de Arcos de la Frontera. Arcos de la frontera. Imprenta de “El Arcobricense”. 1901, pg. 84.
(8) MANCHEÑO OLIVARES, M.: Antigüedades… pg. 89


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Otras entradas relacionadas con ésta: Fuentes, manantiales y pozos, En torno a Arcos y Paisajes con historia

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 21/06/2015

07 junio 2015

La “Torre de Cera”.
Una torre vigía del Jerez andalusí (y II).




(Continua de la semana anterior)

Aunque desde la lejanía el viejo torreón de Torrecera se nos antoja, todavía hoy, una obra sólida y altiva, solo cuando nos acercamos hasta ella podemos apreciar el deterioro y la ruina de sus muros y el riesgo real de que termine desplomándose por completo si no se llevan a cabo tareas de consolidación.

Tras solicitar la correspondiente autorización, accedemos a la torre desde el aparcamiento de la bodega Entrechuelos y llegamos a ella en un corto paseo por una empinada cuesta que discurre entre olivares y viñedos. La base de esta construcción es de planta cuadrada y aunque no es posible conocer con exactitud sus dimensiones originales, podemos estimar unas medidas aproximadas de 10 m de lado en su base y unos 8-9 metros de altura en la parte más elevada de los muros que se mantienen en pie en la actualidad.

El tapial: una curiosa técnica constructiva.

Está edificada con la técnica de tapial, al igual que la cerca almohade de Jerez, procedimiento constructivo que puede apreciarse también en otras torres repartidas por el término, como las que se conservan parcialmente en el cortijo de Pedro Díaz, en el de Alíjar o en la cerca que rodea la torre de Gibalbín.



El observador curioso deducirá, a la vista de las numerosas huellas y marcas de los encofrados que permanecen todavía en los muros, algunos detalles de esta antigua técnica muy utilizada por los alarifes andalusíes. Cedemos la voz, por un momento, a Ibn Jaldun, el sabio musulmán que en el s. XIV nos describe en su obra Al-Muqaddimah la construcción de estos muros de tapial:

…Otra rama, es formar las paredes con la sola arcilla. Se sirve para esta operación de dos tablas, cuya longitud y anchura varían según los usos locales; pero sus dimensiones son, en general, de cuatro varas por dos. Se colocan estas tablas en los cimientos, observando el espacio que debe separar entre ambas, conforme a la anchura que el arquitecto ha juzgado conveniente dar a dichos cimientos. Se mantienen entrelazadas por medio de travesaños de madera que se sujetan con cordeles o lazos; se cierra con otras dos tablas de pequeña dimensión el espacio vacío que queda entre los (extremos de) las dos tablas grandes, y se vierte allí una mezcla de tierra y cal que se apisona enseguida con pisones hechos a propósito para este fin. Cuando esa masa ya está bien comprimida, y la tierra suficientemente amalgamada con la cal, se agrega todavía de las mismas materias, una y otra vez, hasta que el vacío quede completamente colmado. Las partículas de tierra y cal se hallarán entonces tan bien mezcladas que forman un solo cuerpo compacto. Luego se colocan esas tablas sobre la parte del muro ya formada, se repite la operación y así se continúa hasta que las masas de tierra y cal, ordenadas en líneas superpuestas, formen un muro cuyas partes quedan totalmente aglutinadas, como una sola pieza. Este género de material se llama “tabia” (de atoba, o adobe); el obrero que lo hace se designa con el nombre de “tawab”. (1)

El material empleado para la construcción de las tapias que observamos en la Torre de Cera, que aún hoy se nos muestra como un mortero de consistencia pétrea con un aspecto que nos recuerda al moderno hormigón, era básicamente tierra arcillosa húmeda, arena, grava y cal, materiales fáciles de obtener en el entorno de la obra. En los cortes de los muros puede apreciarse la grava de grano muy fino, en la que aparecen también algunos guijarros de mayor calibre y en la que no hemos visto restos de fragmentos cerámicos que si se han utilizado en los morteros de otros lugares. Esta mezcla, en proporciones adecuadas, se vertía en el interior de un encofrado en capas sucesivas de unos 10 o 15 cm de grosor (tongadas), siendo compactada a golpes con la ayuda de pisones. Como señalan Rosalía González y Laureano Aguilar en su estudio sobre El sistema defensivo islámico de Jerez de la Frontera estos cajones de madera o tapiales que actuaban de encofrado, estaban formados por “tablas rectangulares de gran longitud y entre 12 y 15 cm de altura, dispuestas horizontalmente, llamadas cimbras, sujetas entre sí por unos travesaños verticales llamados costales, fijados dos a dos en la parte superior mediante listones de madera o cuerdas” (2).

Cuando estos cajones se llenaban, apisonando las capas de argamasa fuertemente, y una vez que el mortero se había fraguado, se separaba el encofrado y se trasladaba para seguir completando el muro por hiladas horizontales. Completada la primera, se avanzaba en altura situando las tapias de manera contrapeada para evitar que las juntas verticales quedaran superpuestas, ganando así el muro en solidez. Para ello, como describen los mencionados autores, sobre la tapia ya terminada “se colocaban los durmientes, agujas de madera instaladas en sentido transversal que servían para sostener el siguiente cajón. Estas agujas sobresalían por las caras exteriores del tapial y disponían de muescas en las que se introducían los costales verticales” (2). Estas maderas podían disponerse a todo lo ancho del muro o, como se aprecia también en esta torre, sin atravesarlo en su totalidad, utilizándose para ello dos trozos independientes, uno para cada lado del muro, que penetran unos 40 cm. Al crecer en altura las tapias, estas maderas sobresalientes que se habían utilizado para apoyar los cajones del encofrado, quedaban incrustadas en el muro y eran retiradas o aserradas. Con el tiempo, al desaparecer por distintos motivos, han ido dejando esos huecos tan llamativos que salpican regularmente los muros de la torre –los mechinales- algunos de los cuales han incrementado su tamaño original debido a la erosión.

La Torre en la actualidad.



Observando los restos de los muros de la torre puede apreciarse que la altura de las tapias es aproximadamente de unos 80-90 cm, llegándose a contar hasta 11 filas de tapias –la última muy destruida- en los sectores más altos de los paredones. La distancia horizontal entre los mechinales es también variable, siendo la más frecuente entre 75 y 80 cm. El muro orientado hacia el este se ha desplomado, encontrándose en el suelo grandes bloques compactos que pueden corresponderse con otras tantas tapias, lo que nos da idea aproximada de sus dimensiones. Tanto en ellas como en los cortes de los muros que han quedado al descubierto, descubrimos un grosor cercano a un metro. La longitud de estas tapias (o lo que es lo mismo, de los cajones utilizados en el encofrado), se acerca en algunos casos a los dos metros.

El muro norte presenta a media altura una oquedad, a modo de puerta o ventana, en cuya parte superior se aprecian los restos de un arco de ladrillo, sobre el que observa una gran grieta que amenaza con partirlo. En este muro se observa con claridad que a partir de la séptima hilada de tapias, el aspecto de las mismas parece más terroso y menos consistente, lo que podría corresponder a diferentes momentos constructivos o a un posterior recrecimiento o restauración con distintos materiales. Los mechinales en estas tapias superiores son también de mayores dimensiones.



Esto mismo se aprecia también en el muro oeste, el más completo de los cuatro. En él llama la atención una oquedad y una posible restauración con empleo de hiladas de piedras de pequeñas dimensiones para consolidar varias tapias erosionadas. En su parte superior se aprecian también tapias de distinta composición y medida que las situadas en las primeros niveles.

Muy llamativa es la grieta de separación entre ambos muros, lo que puede dar a entender que en los vértices no se contrapearon las tapias. En estos perfiles puede apreciarse la penetración horizontal –hasta la mitad del muro- de las agujas de madera que sujetaban el encofrado.

La pared sur de la torre sólo conserva seis hiladas de tapias y, parcialmente, los restos de una séptima, mostrando también las mismas una composición uniforme. En la esquina en la que se une al muro oeste presenta también una preocupante grieta longitudinal.



Por último, los desplomes nos permiten observar, en el caos de bloques originado, el grosor y longitud de sus tapias. A juzgar por la erosión superficial de los materiales y por la altura de la capa de suelo acumulado entre ellos, el muro debió arruinarse hace mucho tiempo.

Un mirador excepcional.



Como el lector podrá suponer, un cerro elegido hace casi un milenio para la construcción de una torre vigía, debe contar con vistas panorámicas excepcionales que permitan controlar visualmente un amplio territorio. En efecto, el Cerro del Castillo (141 m), en cuya cima se emplaza un vértice geodésico, es también un mirador privilegiado que nos permite asomarnos a un amplio sector de la campiña gaditana. Así, desde cada uno de los lados de la torre, podemos contemplar el soberbio espectáculo que se nos brinda hacia los cuatro puntos cardinales.



Al Norte se divisan, en la lejanía, los perfiles de la Sierra de Gibalbín, cerrando el horizonte. A nuestros pies, en esta misma dirección, descubrimos los Tajos de El Infierno bordeando el meandro que forma el Guadalete en la extensa vega que se extiende entre El Torno, Torrecera, San Isidro y La Barca de la Florida, pueblos unidos por el curso del río al que delatan sus alamedas.



Son los paisajes del regadío y de los poblados de colonización que se aprecian desde aquí a vista de pájaro. Siguiendo el sentido de las agujas del reloj, destaca el blanco caserío de Arcos que se desparrama sobre su inconfundible “peña”.



Al Este, los relieves de la Sierra de Grazalema se nos muestran en toda su extensión y más cerca, los de las sierras del Valle, de las Cabras, del Aljibe… Al Sureste, en las laderas de la Sierra del Valle, junto a una gran cantera, se adivina la torre de Gigonza y puede seguirse también el curso de la cañada de Los Arquillos, por el valle donde discurre el Salado de Paterna y en el que sobresale el cerro, casi cónico, de Cabezas de Santa María. Sobre él, en la lejanía, queda Paterna, entre parques eólicos, y ya donde se pierde la vista, el castillo de Torre Estrella.



Hacia el Sur, despunta el cerro de Medina y, más cerca, el Cortijo de Torrecera, en el que destaca su pantaneta. Algo más hacia el Oeste nos llama la atención una zona de colinas cubiertas por monte bajo: son los Entrechuelos, Bajos y Altos, topónimo que da nombre a los vinos que se crían en las bodegas de la finca Torrecera, cuyas instalaciones observamos también desde aquí a vista de pájaro y cuyos viñedos crecen en estas faldas del Cerro del Castillo, cargadas de historia, llegando, como los olivares, hasta los pies de la Torre.



En dirección Oeste se aprecian, en primer plano, las tierras de los cortijos de Espínola y de Doña Benita, que albergan un gran parque eólico. Muy cerca de nosotros, despunta el Peñón de la Batida, sobre el Guadalete y los cerros de Chipipi.

En la lejanía, la vista se nos va hasta Jerez, que se extiende en la campiña, junto a la Sierra de San Cristóbal y los cerros de albariza que cierran el horizonte. La vega baja del río se aprecia desde aquí en toda su extensión y, desde este privilegiado balcón podemos observar como el valle del Guadalete, que ha venido manteniendo desde Puerto Serrano una orientación NE-SO, cambia bruscamente a los pies del Cerro del Castillo para dar un giro de noventa grados hasta tomar el rumbo NO, camino de la Bahía.

Con un emplazamiento como este y unas vistas tan singulares, no es de extrañar que este lugar fuese escogido, hace ya casi un milenio para construir una importante torre vigía que jugó un papel estratégico en las luchas de frontera. La misma torre que acabaremos perdiendo si no se realizan en ella las obras de consolidación que detengan la ruina de sus muros.

Para saber más:
(1) Azuar, Ruiz, R.:Las técnicas constructivas en al-Andalus. El origen de la sillería y del hormigón de tapial”, V Semana de Estudios Medievales. Nájera. 1995, Pg. 133. (Traducción de J. Ferés, 1977).
(2) González Rodríguez, R. y Aguilar Moya, L.: El sistema defensivo islámico de Jerez de la Frontera. Fuentes para su reconstrucción virtual. Fundación Ibn Tufayl de Estudios Árabes, 2011,. Págs. 41-48.


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- Un recorrido por las torres y castillos en torno a Jerez
- El Castillo de Berroquejo. Un sobreviviente de las luchas de frontera.
- Por La Torre de Pedro Díaz. Paisajes fronterizos en torno a Jerez.
- Patrimonio en el medio rural
- En la Torre de Melgarejo con Fernán Caballero.

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 07/06/2015