27 diciembre 2015


Por las tierras de Sidueña con el Padre Coloma.




A los pies de la sierra de San Cristóbal, al borde del antiguo estuario del Guadalete, donde los términos de Jerez y El Puerto de Santa María se confunden, se ofrecen a la vista del viajero las tierras de Sidueña. Estos hermosos parajes, escenario de nuestra historia desde hace casi treinta siglos, fueron “ganados” para la literatura por el Padre Coloma con la publicación de su obra Caín.

La primera edición de esta pequeña novela de juventud, vio la luz en 1873 y su acción se desenvuelve en distintos lugares de nuestro entorno cercano (Sidueña, El Puerto, Jerez) que sirven de marco a la historia de Miguel y Joaquina, campesinos que trabajan su huerta en Doña Blanca, y de sus hijos Roque y Perico.

Roque, de ideas republicanas, se unirá a la revuelta popular en Jerez y, junto a los amotinados, se enfrentará al ejército de cuyas tropas forma parte su hermano Perico, al que dará muerte. Su madre, Joaquina, será testigo directo del trágico desenlace. Como trasfondo histórico del relato, se adivinan los sucesos del “Motín de Quintas” de 1869. Y como uno de los escenarios principales de la acción, las tierras de Sidueña. Vamos a volver a visitarlas con el Padre Luis Coloma, siglo y medio después, tomando como referencia los textos de la edición de la obra realizada por el profesor José López Romero (1).

Las Cruces, en el arrecife de El Puerto.

A la caída de una hermosa tarde de mayo de 1869, caminaba por el arrecife que va de Jerez al Puerto de Santa María, un hombre ya entrado en años, que llevaba delante de si una burra”. Así da comienzo Caín, presentando a Miguel y a Joaquina, su mujer, que a lomos de la burra “Molinera”, recorren el “arrecife”, como se denominaba al antiguo camino entre estas dos poblaciones que seguía, aproximadamente el mismo trazado que la carretera “vieja” de El Puerto que hoy se conserva en dirección a Doña Blanca. En su camino, tras encontrarse con Juan Pita, un hortelano que se dirige al mercado Jerez a vender sus tomates, pasarán por el pequeño Puerto de las Cruces.

Abismados Miguel y Joaquina en sus tristes pensamientos, pasaron en silencio los dos pilares que llaman Las Cruces, colocados a orillas del camino como dos centinelas que marcan la primera legua andada de Jerez al Puerto. Sale de allí una vereda que, obedeciendo a su propio instinto, tomo Molinera, y que trepa por un cerro, sin vegetación, cubierto de hierbas secas, que dejan asomar alguno que otro murallón negro, escueto y pelado, como asomarían por una sepultura excavada los huesos de un enorme esqueleto. Aquella es la tumba que el tiempo ha labrado al castillo de Sidueñas”.

En un lamentable estado de abandono y deterioro, aún pueden verse hoy día los pilares de Las Cruces, a los que se refiere Coloma hace 150 años, en las proximidades de la entrada a los Depósitos de la C.H.G. de la Sierra de San Cristóbal. Las Cruces, entre las que discurría el viejo arrecife, marcaban la separación de los términos municipales de Jerez y El Puerto y, al llegar a este punto, los viajeros procedentes de Jerez tenían a la vista el hermoso paisaje de las tierras de Sidueña con la Bahía de Cádiz como telón de fondo.

Las dos columnas que aún se conservan sobre sendos pedestales, se situaban a ambos lados de la que fuera Carretera General y poseían en su parte superior cruces de piedra que ya se han perdido.



El castillo de Doña Blanca.

En las cercanías de Las Cruces se encuentra el Castillo de Doña Blanca, en cuyo entorno viven los personajes de la historia. No podían faltar por tanto referencias a este enclave en el relato del Padre Coloma, en cuya descripción se aprecia, en palabras del profesor López Romero, un marcado “retoricismo”.



Así es como el autor de Caín nos lo presenta: “En aquel sitio se levanto esta importante fortaleza armada de ocho torres que la fortificaban. Es opinión fundadísima que la reina de Castilla doña Blanca de Borbón, vino a llorar entre aquellos muros los desdenes del rey don Pedro, y allí, por orden de éste, el ballestero Juan Pérez de Rebolledo le dio un tósigo, por haberse negado a este crimen, con gran valor y nobleza, Iñigo Ortiz de Zúñiga, primitivo guardador de la regia prisionera.

Hoy, gracias a una mano cuidadosa que supo incrustar como en un relicario lo que el tiempo y el abandono habían dejado de aquellos muros, que tanto han visto y tanto saben, queda del castillo de Sidueñas una de sus ocho torres, la de Doña Blanca, que se alza sobre el cerro que cubre sus ruinas, como una cruz sobre una sepultura, como una corona sobre la tumba de un héroe. Encaramada sobre un alto pedestal, no tiene una flor que la adorne, ni siquiera una guirnalda de hierba que la abrace y la sostenga.



Severa como cuadra a la guardiana de una tumba, altiva como corresponde a la última morada de una reina, se ciñe su corona de almenas y muestra en su frente un escudo, en que, bajo una corona de marqués, campea el león de Castilla y se destacan las tres barras de Aragón
”.



Las descripciones que Coloma realiza en Caín sobre las ruinas que observa en el paraje del Castillo, son de gran interés para la arqueología y no pasaron desapercibidas en la revisión historiográfica que Diego Ruiz Mata realiza en su obra “El poblado Fenicio del castillo de Doña Blanca”, donde se ocupa de las referencias a las huellas de la muralla turdetana que pudo observar Coloma con algunos de sus restos todavía erguidos y a la vista hace siglo y medio.

En relación a su alusión a la “…importante fortaleza, armada de ocho torres” que asigna a la época de Doña Blanca de Castilla, Ruiz Mata corrige así la interpretación de Coloma: “El castillo medieval, al que se refiere, no existió nunca, pero pudo advertir los restos de ocho torres pertenecientes a los siglos IV/III a.n.e. Las excavaciones de estos últimos años han exhumado restos de cuatro de ellas”. Estos vestigios serán visibles, cuando menos hasta 1923, cuando el presbítero jerezano Ventura F. López, en sus artículos del Diario del Guadalete sobre Tartessos, “también pudo ver erguidos restos de viviendas y de la muralla turdetana”. (2)



Las huertas de Sidueña.

En Caín, no faltan tampoco las descripciones de las huertas de tomates, melones y frutales que se cultivaban -y aún se cultivan- junto al “arrecife”, en el Valle de Sidueña, mencionándose, a modo de ejemplo el “cojumbral” de Juan Pita. Se hace referencia también a otros caminos y veredas de estos parajes como el que en cierta ocasión toma Juan Pita, quien se aparta del arrecife y “…por un atajo que llaman La Trocha retrocedió hacia Jerez donde pensaba vender su canasta de tomates”. Aún se conserva todavía La Trocha, que atraviesa el arroyo del Carrillo por el puente de Matarrocines, en las inmediaciones del cortijo Espanta Rodrigo y, pasando por las viñas de Matacardillo, llega hasta la ciudad en las inmediaciones del campo de golf. Esa misma vereda que fue trágico escenario de no pocos fusilamientos en 1936.


Junto a todo ello, el relato ofrece valiosas referencias a los manantiales de Sidueña, en las proximidades del Castillo de Doña Blanca, de los que se abasteció El Puerto de Santa María: “Rodean aquel cerro triste y pelado, a la manera que para disimular el horror de la muerte circundan un sepulcro de jardines, cuatro frondosas huertas: la Martela, la de los Nogales, la del Algarrobo y la del Alcaide. Nace en esta última, al abrigo de una porción de álamos blancos, un manantial que lleva el dulce nombre de La Piedad y que, pródigo y compasivo con su nombre, manda uno de sus caños a fertilizar las huertas, mientras el otro sigue el camino del Puerto de Santa María, se detiene ante una ermita arruinada, para acatar la majestad caída…

Algunos de estos manantiales a los que alude el relato de Coloma, como los de La Piedad, cuentan con una historia de siglos de la que nos ocuparemos en otra ocasión, si bien los registros de sus pozos de captación de agua y sus conducciones, sufren hoy día un lamentable abandono.



Volveremos a las tierras de Sidueña, a esos parajes en los que el profesor e investigador Miguel Ángel Borrego sitúa la Shiduna árabe (3), aquella que, al decir del historiador Ahmad al-Razi (m. 955) fue “muy grande a maravilla” con un monte sobre ella “de muchas fuentes que dan muchas aguas” (4). Estos lugares que el Padre Luis Coloma quiso también dejar para siempre en las páginas de sus libros.


Para saber más:
(1) López Romero, José.: Edición de Caín del Padre Luis Coloma. Biblioteca Virtual Cervantes. También puede consultarse en Biblioteca on-line del C.E.H.J.: http://www.cehj.org. 2007.
(2) Ruiz Mata, Diego y Pérez, Carmen J.: El Poblado fenicio del Castillo de Doña Blanca. Biblioteca de Temas Portuenses, nº 5 . Ayuntamiento de El Puerto, 1995 p. 32
(3) Borrego Soto, M. Ángel.: “La ciudad andalusí de Shiduna (Siglos VIII-XI)”, Al-Andalus--Magreb, 14 (Cádiz, 2007), pp. 5-18. De este mismo autor, puede consultarse también: “Jerez, los orígenes de una ciudad islámica” C.E.H.J.
(4) García Romero, F.A.: Xerez Saduña, aportaciones al testimonio de Al-Razi. Revista de Historia de Jerez 10 (2004), Jerez de la Frontera, Centro de Estudios Históricos Jerezanos, 229-233.


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Aquí puedes ver otros artículos sobre El paisaje en la literatura "entornoajerez"...

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 27/12/2015

20 diciembre 2015

Curiosos topónimos en la campiña de Jerez.
Un recorrido por algunos parajes con llamativos nombres (II).




En el paseo que les propusimos el domingo pasado, visitamos algunos rincones de la campiña con llamativos nombres bajo los que se escondían no pocas historias. Matajaca, Matarrocines, Matavacas, Matacardillo, Matasanos, Matamoros... eran algunos de estos topónimos que atraen la atención del lector cuando se descubren en un mapa o cuando los vemos escritos en un cartel, junto a la carretera. Hoy vamos a completar este itinerario recorriendo otros lugares que cuentan también con extraños nombres que, como los anteriores, guardan memoria de épocas pasadas.

Rajamancera, Rajaldabas, Rompeserones.

Si muchos de estos curiosos y sonoros topónimos tienen como protagonistas a los animales de carga o de labor, otros apuntan a la naturaleza del suelo y a las malas condiciones de los caminos.



Es el caso, por ejemplo, de Rajamancera, el nombre de un conocido enclave rural situado entre La Ina y Torrecera y ubicado en las inmediaciones de la Cañada del León, en una loma que se alza sobre el río Guadalete. Estas pequeñas elevaciones están constituidas por antiguas terrazas fluviales y en las laderas afloran los depósitos de gravas y arenas característicos de estas formaciones geológicas. Como muchos lectores saben, la mancera era la pieza corva y trasera de los viejos arados, concretamente la que iba unida a la reja. El labrador debía sujetarla con fuerza para dirigir la reja y apretarla para que penetrara en la tierra. Quienes conocen este rincón de la campiña saben de la abundancia de cantos rodados en la superficie de los campos que tienen su origen en los sedimentos de aquellas antiguas terrazas del Guadalete. Como puede imaginarse, su presencia dificultaba enormemente las labores agrícolas, por lo que antaño se rompían y “rajaban” con facilidad las manceras de los arados.

Algo parecido nos sugiere el topónimo de Rajaldabas que da nombre a un cortijo y a una extensa zona de marismas que se extienden al noroeste de Mesas de Asta, conformando un amplio paraje de terrenos encharcadizos. En tiempos remotos formaron parte de los esteros del amplio estuario del Guadalquivir y hasta comienzos del siglo pasado eran también conocidas como “Marismas Baldías de Rajaldabas” por lo improductivo del terreno debido al alto grado de salinidad de estas tierras. Desde mediados del siglo pasado fueron drenados a través de un gran colector que desagua en el Guadalquivir en el Codo de la Esparraguera. Las dificultades que estos suelos presentaban para el cultivo y para las tareas agrícolas están en el origen de este curioso nombre en el que se hace mención a las “aldabas”, las barras metálicas con las que se aseguraban después de cerrados los postigos o puertas y las argollas de hierro en las que se ataban los caballos, dando a entender con este curioso nombre, que la dureza y sequedad del suelo de estos parajes ofrecía grandes dificultades a su laboreo.



Muy llamativo también es el topónimo Rompeserones. La hijuela de Rompeserones (también llamada de Maricuerda o de Rompecerones en algunas fuentes) era una antigua vía pecuaria que aún conserva buena parte de su trazado, que partía de Jerez en las inmediaciones de la ermita del Calvario, buscando la Cañada de Cantarranas tras cruzar las tierras del cortijo de Santo Domingo. Hoy la ciudad se ha adentrado en el campo y su tramo inicial se ha integrado en el casco urbano, arrancando en la actualidad de la rotonda de acceso a Área Sur, para cruzar la Cañada de Guadajabaque y atravesar después por entre lomas de viñedos del pago de El Corchuelo. Este curioso nombre hace alusión a los serones, aquellas espuertas que servían para llevar cargas a lomos de las caballerías y que, a buen seguro transitaron por las empinadas cuestas de esta vía pecuaria cargadas de uvas, trigo, cebada… Lo dificultoso del camino y lo cerrado de los callejones de las antiguas hijuelas harían que, en más de una ocasión, la carga de aquellos inestables serones se viniera abajo, popularizando así este singular topónimo que ha pervivido hasta nuestros días.



Espanta Rodrigo, Capaperros, Cortadedos…

Al igual que los anteriores, otros topónimos de la campiña resultan también muy llamativos, como el de Espanta Rodrigo, que da nombre a un cortijo situado entre Jerez y El Puerto de Santa María, a los pies de la Sierra de San Cristóbal, junto a la Cañada del Carrillo y la autovía.

Este famoso cortijo pertenece desde mediados del siglo pasado a la familia Terry Merello. En sus tierras, los herederos de Don Fernando C. de Terry y del Cuvillo e Isabel Merello, han venido criando los magníficos caballos cartujanos procedentes de la mítica ganadería del Hierro del Bocado que el viajero puede ver pastando en los alrededores del caserío.



Sobre el origen del topónimo de Espanta Rodrigo existen no pocas versiones. Una de ellas es que se debe al nombre de un caballo de esta afamada ganadería, si bien carece de fundamento ya que con anterioridad al establecimiento de sus actuales propietarios, estas tierras ya eran conocidas por este nombre como se refleja en el Plano Parcelario del Término de Jerez de la Frontera de 1904. Desconocemos desde cuándo y por qué se denomina así a este cortijo y al paraje en el que se enclava, aunque tal vez el nombre no sea tan antiguo como algunos pretenden, como parece deducirse al consultar los diferentes Nomenclátor de los siglos XIX y XX, en los que no aparecen referencias a este nombre, o el Plano Catastral de 1897 en el que figura como Cortijo de Diego Vega (1). Otra de las versiones populares sobre el origen de este topónimo, como cuentan los lugareños, apunta a un antiguo propietario del cortijo, de nombre Rodrigo, que salió huyendo espantado ante el ataque de bandoleros o salteadores de caminos. Pero sin duda, una de las más curiosas explicaciones, que enlaza ya con la leyenda, es la que ofrece J.J. Zaldívar Ortega en su libro Las morismas de Bracho: investigación histórica de la fiesta de moros y cristianos”, relacionando este sonoro y extraño topónimo, nada menos que con Don Rodrigo y la batalla del Guadalete, donde escribe que “Los musulmanes..., al mando de su jefe Tarik, vencieron a las mal organizadas y reducidas tropas de Don Rodrigo, último rey visigodo de España; victoria que tuvo lugar en el área geográfica que hoy ocupa el célebre cortijo "Espantarrodrigo" de don Fernando Terry, donde se crían los famosos caballos cartujanos” (2).



Sea como fuere, este topónimo de Espanta Rodrigo, no es el único que infunde cierto “temor” o “miedo” y ahí está el no menos llamativo de Casa de Espantaperros, que se recoge en el Nomenclátor de 1950, o el de Rancho de Capaperros, que se emplaza frente al de la Montejaqueña, en las proximidades del cortijo del Algarrobillo en San José del Valle.



Pero si los perros deben andarse con cuidado por ciertos parajes de la campiña, aún más inquietante resulta el antiguo topónimo de Casa de Cortadedos, en la viña del mismo nombre, que se encuentra en Cerro Obregón, frente a la barriada rural de Polila, en la Cañada de Cantarranas. En la actualidad ha cambiado su nombre por el de Cibeles.



Pierde Capa, Vacía Bolsa, Malabrigo, Malduerme, La Fantasma.



Otros curiosos topónimos que aún perviven dando nombre a distintos rincones de la campiña jerezana o han quedado fijados en los mapas y planos, guardan memoria de los múltiples peligros a los que debían enfrentarse los viajeros que transitaban por los caminos en torno a Jerez. Así parece reflejarlo el de Pierdecapa, que da nombre a un paraje junto al Cortijo del Pino, donde se ubicaba el célebre Pino de la Legua, en el antiguo camino de Sevilla y que permanece aún junto a la vía de servicio por la que se llega a Ducha.

Muy elocuente es también el nombre de Haza de Vacía Bolsa, junto al Guadabajaque, que forma parte del Cortijo de Santo Domingo y que se recoge en el citado Plano Parcelario de 1904, guardando memoria de los peligros de los caminos en épocas pasadas. Se trata de tierras próximas a la antigua Trocha del Puerto, junto al



Camino de La Carrahola. Actualmente se sitúan junto a la autovía de El Puerto, en las cercanías de la Residencia Escolar del Rancho de los Colores. Creemos que este mismo topónimo, con las modificaciones propias del paso del tiempo, es el que ya se recoge en documentos del siglo XV como Cabezo de Vazía Alforjas y al que hace alusión el profesor Emilio Martín, ubicándolo en los Buhedos de Garciagos, junto al Guadajabaque, en tierras que hoy se corresponderían con los parajes cercanos al Cortijo de Santo Domingo y al Pozo de La Astera (3).



Entre La Barca de la Florida y San José del Valle, la carretera cruza por una extensa llanura arenosa, cubierta en épocas pasadas por un gran alcornocal del que ya sólo quedan bosquetes aclarados en las dehesas que ocupan este territorio. Algunas de ellas tienen también nombres curiosos, como las de Malabrigo o la de Malduerme, cortijos que figuran ya en el Nomenclátor de 1850 y que se mantienen en la actualidad. Su origen, tal vez hay que hay que buscarlo en la naturaleza del suelo y en las características topográficas de estos parajes que, tras los progresivos desmontes que estos llanos sufrieron desde el siglo XVIII, quedaron desprotegidos al perder buena parte de la cubierta arbórea, quedando expuestos a las inclemencias y carentes del refugio que el bosque ofrecía. Hoy, en las llanuras de Malabrigo crecen los cultivos de algarrobo y en la Dehesa de Malduerme se está recuperando el alcornocal.



Para terminar nuestro recorrido por estos curiosos topónimos de la campiña jerezana queremos también recordar el de Malas Pasadas, que da nombre a un paraje situado junto a la Cañada de Rogitán, en la Dehesa del Charco de los Hurones, y que, probablemente hace alusión a los peligros de los antiguos vados que, por estos rincones de la sierra, cruzaban el Majaceite. Muy explícito es también el nombre de Haza de Mal Año, tierras pertenecientes al cortijo de Mesas de Santiago, junto al antiguo descansadero de ganados.



Pero sin duda, uno de los topónimos más enigmáticos es el de La Fantasma, que da nombre a una dehesa y a un arroyo próximo al Mojón de la Víbora, en los confines orientales del término municipal de Jerez. En las laderas cubiertas de monte alcornocal de La Fantasma, pastan hoy bucólicamente las ovejas que, en los días de niebla, apenas se vislumbran y se nos antojan como inquietantes manchas blancas que se mueven entre los árboles…

Para saber más:
(1) Archivo Histórico Provincial de Cádiz.: Trabajos Topográficos. Provincia de Cádiz. Ayuntamiento de Jerez de la Frontera. Escala 1:25.000, Hoja 3, 1897
(2) Zaldívar Ortega, Juan J.: Las morismas de Bracho: investigación histórica de la fiesta de moros y cristianos, vol. 1, Zacatecas, Fondo de Cultura Zacatecana, 1998, p. 6.
(3) Martín Gutiérrez, E.: La organización del Paisaje Rural durante la Baja Edad Media. El ejemplo de Jerez de la Frontera. Universidad de Sevilla-Universidad de Cádiz, 2004, p. 240


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Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 20/12/2015