En feliz expresión del escritor y periodista Oscar Lobato, “si los sueños de infancia se tornasen reales serían el Parque Natural de Los Alcornocales”. Y no le falta razón ya que este valioso enclave, situado en el extremo sur de la Península Ibérica, a caballo ente dos continentes, alberga rincones de ensueño, parajes de gran belleza y diversidad que sirven refugio a numerosas especies de flora y fauna, muchas de las cuales se encuentran en peligro de extinción.
Este espacio natural, que cruza la provincia de Cádiz de norte a sur desde la Sierra de Grazalema hasta el Estrecho y que se adentra también parcialmente en la de Málaga, encuentra su mayor singularidad en su gran riqueza forestal. En sus montes se desarrolla la mayor y mejor conservada masa de alcornoques de Europa, una auténtica y extensa “selva mediterránea” en la que el alcornocal se extiende por más de 80.000 hectáreas, casi la mitad de la superficie del Parque Natural.
El hombre ha mantenido desde antiguo una íntima relación con estos bosques de los que se sirvió durante siglos para el aprovechamiento de la caza y la leña, de la madera y el carboneo, para el pastoreo de sus ganados y, más tarde, para la explotación corchera, actividad que en nuestros días constituye una de las principales fuentes de riqueza de esta comarca.
Cada año, al llegar el verano, se realiza la saca del corcho, el descorche, operación que deja desnudos a los alcornoques y que se repite cada nueve años, tiempo mínimo en el que los árboles regeneran su peculiar corteza protectora, el corcho.
Una jornada de descorche.
Hace unos años tuvimos ocasión de conocer de cerca una jornada de descorche gracias a la iniciativa del Grupo de Desarrollo Rural de Los Alcornocales y en el marco de una campaña de divulgación del producto corchero (“Naturalmente corcho”) y desde entonces quedamos ya atrapados por estos parajes. Con los amigos de Genatur organizando la actividad, nos concentramos una mañana de julio al despuntar el día en el Centro de Visitantes El Aljibe, en Alcalá de los Gazules, desde donde un autobús nos trasladó hasta la entrada de la finca El Jautor. En vehículos todo-terreno nos internamos después en el alcornocal por una pista forestal que nos conduce hasta el lugar en el que la cuadrilla de corcheros realizaba sus trabajos. Lo que sigue es el relato de aquella experiencia, y de las tareas que, cada año, se repiten en cualquier rincón de Los Alcornocales.
Nuestra visita comienza en el “patio de corchas”, donde nos han dejado los vehículos. El patio es un gran claro del bosque a orillas del carril principal que recorre estos montes, donde se apilan las panas de corcho, tras ser pesadas en la cabria, esperando que llegue el camión para su traslado a las fábricas. Hasta aquí son traídas a lomos de mulas por los arrieros, que las han cargado en los tajos, en el interior del alcornocal.
El paraje donde nos encontramos, cercano a la casa de La Alcaría, en las faldas del Cerro del Toro y no lejos de la Piedra del Padrón, ofrece unas magníficas vistas de los perfiles de la Sierra del Aljibe y del Pico del Montero. Estos montes, donde confluyen los términos de Alcalá, Jimena y Castellar, están cubiertos por densos alcornocales, masas forestales que en este territorio son conocidas como mohedas o “mojeas”.
Desde el patio de corchas -al que luego volveremos- nos internamos por la pista en el alcornocal, en busca de una empinada ladera donde la cuadrilla de corcheros tiene hoy el tajo. Siempre que caminamos por estos parajes de Los Alcornocales no podemos sino recordar las hermosas descripciones y referencias que se recogen en “El mundo de Juan Lobón”, la novela de Luis Berenguer, que es ya un “clásico”, cuya lectura resulta imprescindible para quienes quieran conocer este territorio.
Al poco, en un recodo del camino, nos sale al paso el capataz de la cuadrilla, Juan Jiménez Yuste (también conocido como “Juan el Barbas”, como el mismo señala), veterano arriero y corchero alcalaíno que ha faenado en buena parte de los montes de Cádiz y Málaga y en algunos otros de las provincias de Huelva y Córdoba. Con la pasión propia de quienes aman su oficio, relata sus idas y venidas por estos montes y recuerda con nostalgia el viaje a pie –impensable hoy día- que por carriles, senderos y cañadas realizó hace muchos años con sus mulos en unas cuantas jornadas desde Alcalá a las sierras cordobesas de Hornachuelos donde reclamaban entonces su trabajo.
Las faenas de los corcheros.
En el interior del bosque se despliega una actividad frenética y los 14 o 15 miembros que forman la cuadrilla faenan con rapidez, avanzando ladera arriba entre los árboles. Los alcornoques recién “pelados” llaman la atención por el color anaranjado de sus troncos, desprovistos ya del corcho, que quedan ahora más expuestos a las inclemencias y durante un tiempo son también más vulnerables a todo tipo de daños. En el tajo cada cual realiza su tarea, con una división del trabajo perfectamente organizada.
Los sacadores, peladores o “hachas” son los encargados de separar el corcho del tronco, lo que exige una gran pericia para qué no resulte dañada la “capa madre” del árbol con heridas (cortes o “espejos”) que puedan facilitar después el ataque de los hongos o de los insectos perforadores de la madera. Los golpes de hacha deben ser, por tanto, certeros y medidos y no es de extrañar que, como indica el capataz, para aprender y dominar este oficio se necesitan unos años, “cuatro o cinco pelas por lo menos”. Los “hachas” trabajan por parejas o “colleras” en alguna de las cuales, junto a los corcheros experimentados siempre encontramos algún “novicio”, como se denomina en el monte al aprendiz que realiza sus primeras temporadas en la saca.
Con cierta preocupación, el veterano capataz, curtido en decenas de temporadas de descorche, comenta que “este oficio se está perdiendo… Se necesitan maestros, gente que enseñe a los jóvenes, porque un corchero tarda años en aprender… Hay chavales que dan el avío… pero no son maestros”.
Para descorchar un chaparro los peladores veteranos trazan el “hilo” –cortes verticales – y el “atarrijo” –cortes en horizontal- con gran rapidez y seguridad, definiendo así las piezas de corcho en las que dividen el tronco y que separan del árbol ayudándose con el extremo del mango del hacha, en forma de cuña. A veces utilizan una escalera para acceder a los árboles más altos o una pértiga, para terminar de separar las panas que quedan en las ramas. Nos llama la atención un bote que cuelga al cinto de uno de los hachas: “es un producto desinfectante que echamos en el filo del hacha y para las heridas que se puedan hacer en la corteza”.
Junto a los peladores trabajan los “arrecogeores” que, como su propio nombre indica, se afanan en recoger las panas de corcho que han dejado los hachas desperdigadas a los pies delos árboles. En este tajo, según informa el capataz, hay un arrecogeor por cada seis hachas, por lo que debe trabajar con gran rapidez para que no se le amontone el trabajo. Y en verdad parece moverse sin parar, en un trabajo que se muestra fatigoso y que se nos antoja el más sacrificado de la cuadrilla, trasladando el corcho de aquí para allá a la cercanía de los carriles o hasta algún claro al que puedan llegar después sin muchas dificultades los mulos que habrán de cargarlo. A veces se utilizan como lugar de recogida los alfanjes, superficies circulares en medio del bosque que han servido de soleras para montar los hornos de carbón.
Los arrecogeores suelen llevar una soga liada con la que amarran las panas, el “garabato”, y una hombrera, especie de almohadilla que les protege el hombro y con la que alivian algo el peso de las panas de corcho que desplazan, sin descanso, de un lugar a otro.
Junto a ellos trabaja también el “rajador” que con una navaja o cuchillo parte en dos alguna de las planchas para igualarla y darle la dimensión adecuada que facilite su transporte. Aún tenemos que conocer con detalle el trabajo de los arrieros y de los pesadores, los “fieles”, pero hacemos un alto en la jornada para conocer algunos datos de gran interés.
Los cuidados del bosque.
El grupo de visitantes hemos dejado por un momento de observar las tareas de los distintos miembros de la cuadrilla de corcheros para atender las explicaciones de Juan Jiménez, su capataz. Según comenta, la presente campaña será de mejor calidad que la de años anteriores por las lluvias regulares de las que se han beneficiado los árboles. Sin embargo, no se muestra optimista sobre el futuro del alcornocal y de los oficios del monte, que a su juicio se irán perdiendo con los años.
“Hay que mimar las arboledas, hay que estar enamorao de esto…”, dice con cierto tono de lamento, al hablar de cómo el monte necesita más atención y más trabajos de mantenimiento de los que habitualmente se realizan. Previamente a las tareas de descorche se deben haber preparado adecuadamente los tramos de saca, con desbroces, limpieza de matorral, retirada de los árboles secos o en mal estado, preparación de los carriles y de las pistas para facilitar el transporte… “Ya no hay apenas carboneros, y eso ayudaba a que todo estuviera en mejores condiciones para cuando llegaba el descorche… Antes se cuidaba más el monte, el forestal marcaba los árboles malos y se iban cortando y así se saneaba el bosque. Es como el que tiene una piara de vacas, que todo el año tiene que estar matando alguna, la que no pare, la que malea… Así acaba teniendo buenas vacas. Lo mismo con los árboles”.
(Continuará...)
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Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 25/09/2016