25 junio 2017

La historia de los barcos del pasaje entre El Puerto y Cádiz.
El Vapor del Puerto, la herencia de una tradición.




El próximo 30 de agosto se cumplirán seis años de la aciaga tarde en que el Adriano III, el popular y emblemático Vapor del Puerto, se hundió tras chocar con la dársena de Cádiz. Cuando lo reflotaron se varó en el Guadalete, donde sigue, abandonado a su mala suerte, irrecuperable y con aspecto de estar momificado. De nada sirvió que la Junta de Andalucía lo declarara BIC (Bien de Interés Cultural) en 2001 y poco o nada hicieron para recuperarlo las autoridades “competentes” -salvo pasarse la ‘pelota’ unas a otras- ni el empresario que adquirió el Vapor tras irse a pique y que se comprometió a ponerlo de nuevo a navegar.

Concluyó entonces la vida de la saga de las tres motonaves Adriano que unieron El Puerto y Cádiz durante 81 años, la penúltima etapa de una historia que comenzó a fines del siglo I antes de nuestra era, cuando el todopoderoso patricio gaditano Balbo ‘el Menor’ mandó abrir en las arenas de la flecha litoral de Valdelagrana, ‘a pala y azada’, la actual desembocadura del Guadalete para establecer, en el entorno del Castillo de San Marcos, las infraestructuras portuarias del Puerto Gaditano, el puerto comercial de Gades, que lo fue hasta que en el siglo IV El Puerto comenzó su propia historia, segregado de la metrópolis de la que nació y de la que formó parte. Desde entonces la comunicación fluvio-marítima entre El Puerto y Cádiz fue en consonancia al grado de desarrollo poblacional y económico de ambos enclaves en el curso de la Historia.

Un monopolio de los duques de Medinaceli.

Con algunos destacados antecedentes, como su mención en las Cantigas de Santa María de Alfonso X (la 368), no será hasta fines del siglo XV cuando las fuentes documentales comiencen a hacerse eco, ya de forma ininterrumpida hasta nuestros días, de los ‘barcos del pasaje’ entre El Puerto y Cádiz, que tradicionalmente fueron faluchos pesqueros (arbolados con un palo inclinado a proa -la entena- y vela latina) adaptados a su nuevo quehacer. Por vez primera, que se sepa, en 1489, cuando el concejo de Jerez mostró sus quejas al portuense porque a los pasajeros jerezanos se les cobraba por la travesía medio real en vez de los 6 maravedís que estaban estipulados, desde fecha incierta.

Ya entonces el tráfico de pasajeros estaba monopolizado por los señores jurisdiccionales de El Puerto, los duques de Medinaceli, que lo eran desde 1370, y en sus manos continuó –siempre explotado por vía de arrendamiento- hasta 1743, catorce años después de que la ciudad dejara de ser un señorío para convertirse (1729) en ciudad realenga. Entonces, una Real Orden de Felipe V eliminó el presunto derecho del monopolio por no tener base legal alguna y que sólo se sustentó durante siglos, decía el documento, por ‘la tolerancia anticuada’.

Años atrás, hacia 1680, cuando en Cádiz se estableció la cabecera de las flotas de Indias y la bahía comenzaba a vivir un notable crecimiento a impulsos del tráfico comercial con América, el servicio de los ‘barcos del pasaje’ se “liberalizó”, pudiendo los barqueros portuenses y gaditanos desde entonces cubrir la travesía con sus propios faluchos; eso sí, teniendo que satisfacer, entre otras prestaciones, una renta a las arcas ducales.

Las festivas travesías

Numerosos viajeros -en torno a un centenar- que conocieron, por vividas, las travesías en los ‘barcos del pasaje’, escribieron de ellas: viajeros ilustrados y románticos, afamados escritores o en ciernes de serlo, militares, diplomáticos, aventureros… Antonio Ponz, José María Blanco White, Antonio Alcalá Galiano, Fernán Caballero, Pedro Antonio de Alarcón, Pío Baroja, Alejandro Dumas, Théophile Gautier, Antoine de Latour, Charles Davillier… Acaso el testimonio más antiguo, de 1594, está en el diario que a modo de una guía de viaje escribió monseñor Camilo Borghese, a quien el Papa Clemente VIII envió como nuncio ante la corte de Felipe II, y que entonces recaló en El Puerto procedente de Sanlúcar. Hizo carrera monseñor, pues en 1605, a los once años de su travesía de El Puerto a Cádiz, fue elegido Papa con el nombre de Pablo V. Pregúntenle a Galileo por él.

Los viejos documentos de archivos y los testimonios de los viajeros permiten conocer las señas de identidad que eran propias a las travesías, principalmente durante el último tercio del luminoso siglo XVIII y la decadente primera mitad del XIX. Así, por ejemplo, las broncas y peleas mantenidas en el muelle de la Pescadería portuense (frente al Castillo de San Marcos) entre los barqueros y caleseros por hacerse con los pasajeros; la tradición, tras salvar la sempiterna barra del Guadalete, que tantos naufragios y víctimas se cobraba, de ofrecer una oración a quienes habían fallecido en tan traicionero lugar y hacer una colecta para oficiar misas por el eterno descanso de los difuntos; la vieja costumbre, mantenida durante siglos -la inmortal picaresca española-, de exigir a los incautos viajeros extranjeros una cantidad de más por el pasaje una vez en mar abierto; o los tumultuosos embarques de los gaditanos para asistir a las célebres corridas en el coso portuense y a la Feria de la Victoria, de los que nacieron populares sainetes -p. ej., Los faluchos del Puerto (1834)- y popularísimas canciones, como Los toros del Puerto (1841), la canción más popular en la España de la segunda mitad del XIX: “dio la vuelta a Europa”, dijo de ella Antoine de Latour; que comenzaba con el evocador pregón…“¡Que vivan los cuerpos güenos / que viva la gente crúa! / Avechucho, / atrácame ese falucho.”

Y es destacable la insistencia de muchos autores –nacionales y extranjeros- por remarcar el carácter festivo con que los pasajeros, mayormente de las clases populares, vivían las travesías, con frecuencia convertidas, si el tiempo acompañaba, en diversiones populares improvisadas y envueltas por la luz, el aire, el horizonte y el cielo de la mítica bahía gaditana. Era entonces el tiempo de las risas, los chascarrillos, de cantar romances y canciones ‘picantes’ de las que circulaban por la Baja Andalucía a fines del XVIII, los primeros balbuceos del flamenco, las voces altas y subidas de tono…, sobre las que en 1794 Blanco White, que aunque sevillano de cuna era más que medio inglés, intentaba explicárselo a sus lectores ingleses diciéndoles que eran “como una especie de tiroteo conversacional”.

Los vapores (1841-1929)



A partir de la década de 1840 todo comenzó a cambiar con la llegada de los modernos vapores. Y ante la imposible competencia, los viejos faluchos empleados en las travesías fueron paulatinamente desapareciendo hasta extinguirse durante el último tercio del XIX. Los primeros vapores fueron el Coriano y el Betis, éste, el primer vapor abanderado en España, construido en 1817 en el trianero astillero de Los Remedios, en el que en julio de 1843 embarcó, en el muelle del Vapor, el general Espartero, recién depuesto como regente del reino, para comenzar, vía Cádiz y Gibraltar, su destierro en Inglaterra.

Les sucedieron, siempre con base en Cádiz por ser gaditanos o radicados en Cádiz sus armadores, el Veloz, el Infante Don Enrique (que en el verano de 1846 remontó el Guadalete hasta El Portal para recoger a los aficionados taurinos jerezanos), el Andaluz, el Nerea, el Hércules, el Relámpago, el Pensamiento, el Algeciras, el Mazeppa…, hasta que en 1872 comenzó una dilatada etapa -prolongada durante 57 años- en la que el servicio de los vapores entre El Puerto y Cádiz estuvo en manos de la empresa que entonces fundó el naviero gaditano Antonio Millán Carrasco y que con los años llevaron sus hijos. Los vapores que cubrieron las travesías fueron el San Antonio, el Luisa, el Emilia, el Puerto de Santa María, el Puerto Real, el Mercedes, el Violeta, el Cristina y el Cádiz, que fue el último vapor, el que en la noche del 9 de julio de 1929, atracado como de costumbre en el muelle del Vapor, explotó al quedarse la caldera sin agua y se fue a pique, dejando inservible el muelle.

Las motonaves Adriano (1930-2011)



De inmediato, el gerente de la empresa, José María Millán, marchó a Sevilla, donde se celebraba la Exposición Iberoamericana, y contactó con Antonio Fernández ‘el Adriano’, que de su Galicia natal había llegado para visitar el pabellón de Cuba -a donde de joven emigró buscando fortuna, y bien que la encontró- y para poner en servicio entre Sevilla y el sanluqueño muelle de Bonanza, mientras durase el evento y con miras turísticas, el barco que en 1927 diseñó y construyó en la ferrolana playa de Maniños, el Adriano I. Millán le propuso hacerse cargo de la travesía a condición de que la empresa familiar continuara siendo la consignataria de la línea. Antonio Fernández aceptó la propuesta. Y el Adriano I se hizo andaluz.

Aunque no se construyó para navegar por mar abierto sino por la ría de Ferrol -apenas tenía calado, era plano-, el primero de los Adriano tuvo una buena y larga vida, un cuarto de siglo surcando a diario la bahía. A partir de 1934 -cuando los Millán dejaron de ser los consignatarios- las travesías las compartió, hasta que se “jubiló” en 1955, con un hermano menor, el Adriano II, también nacido en aguas gallegas, donde dio sus primeros pasos en 1932. Que tenía una traza más elegante y un aire más marinero que el primero, y más amplio, con capacidad para 400 pasajeros en sus tres alturas, cubierta, sobrecubierta y toldilla. Y lo que era más importante: lo construyó Antonio Fernández pensando en el calado del río y en las corrientes y vientos reinantes en la bahía gaditana. Este era el del célebre pasodoble ‘Vaporcito del Puerto’ de Paco Alba que cantaron Los hombres del mar en el Carnaval de 1965 y desde entonces entonado como el himno de la bahía gaditana no oficial que para muchos es (a veces rematado con el Asturias patria querida).



Compartió las travesías con el última de la saga, el Adriano III, hasta 1982, el que se construyó en 1955 en la ría de Vigo; ya saben, el BIC que dejó de escribir su propia historia y que por la negligencia de unos y la desidia de otros se convirtió en un RIP.

Los tres Adriano -los ‘vapores’ que no lo eran- siempre irán asociados a la figura de José Fernández Sanjuán (1909-2001), sobrino de El Adriano y para todos, ‘Pepe el del Vapor’. Una institución de la bahía y todo un ejemplo de vocación y entrega a un oficio, a una sociedad y a un paisaje, uniendo a diario Cádiz y El Puerto durante 68 años.

La editorial portuense El Boletín que dirige Eduardo Albaladejo acaba de publicar De El Puerto a Cádiz. Los barcos del pasaje en la bahía de Cádiz (siglos XV-XXI), donde también rememoro las otras líneas que existieron: de Cádiz a Puerto Real, los vapores del Dique de Matagorda, los ‘barcos de la hora’ de Rota, la navegación por los caños de San Fernando y Chiclana…

Hoy la historia de los ‘barcos del pasaje’ continúa con el servicio que desde 2006 prestan los catamaranes entre El Puerto y Cádiz y de Rota a Cádiz, herederos de aquellos viejos faluchos, vapores y motonaves que cruzaron la bahía -al menos- durante 500 años, día a día, como se conforman las pequeñas-grandes historias de la cotidianidad.

Enrique Pérez Fernández

Observación: situando el cursor sobre una fotografía, podremos leer el pie de foto. Si pulsamos sobre cualquiera de ellas, podrán verse todas a pantalla completa.

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 25/06/2017

18 junio 2017

En las cumbres del Albarracín.
Paisajes con historia (y 2).




El domingo pasado iniciamos un recorrido por el Monte Albarracín, que separa las localidades serranas de El Bosque y Benamahoma. Habíamos salido de esta última población y, tras caminar por un bosque mixto de encinas, algarrobos y quejigos, habíamos llegado a la casa de Las Zahurdas. Desde aquí, tras cruzar una zona de prados retomamos el sendero de ascenso hacia las cumbres, apto para la gran mayoría de públicos.

Desde la loma que se sitúa sobre la casa de las Zahurdas, bajamos ahora hacia la pequeña vaguada que nos separa de la base del monte Albarracín, faldeando por las laderas, para ir perdiendo altura progresivamente.

Estos parajes, despejados de vegetación, son la cabecera de un pequeño arroyo que se excava entre las faldas del Cerro Ponce (a la derecha) y del Albarracinejo (a la izquierda) y cuyo



cauce se precipita, descendiendo con fuerte pendiente, hasta el cercano río Tavizna al que se une a los pies del cerro del castillo de Aznalmara, en las cercanías del Molino de la Angostura. Conocido también como Molino del Escopetazo, aún pueden verse sus restos escondidos entre la garganta que contemplamos desde aquí casi a vista de pájaro (1). Al caminante interesado le apuntamos que este descenso es muy trabajoso, por lo acusado de la pendiente y lo cerrado de la vegetación, pudiendo hacerse esta misma ruta, con mayor comodidad, por la senda que desde los LLanos del Berral sigue el valle del arroyo de los Charcones. Este camino nos deja, en un punto situado apenas 300 m aguas arriba en la orilla derecha del Tavizna y a él volveremos en otra ocasión.



En el “Llano de los Fósiles”: un recuerdo a Juan Gavala Laborde.

En la vaguada nos llaman la atención entre los prados, montones de piedras hoy desordenados, que fueron retiradas antaño para facilitar el crecimiento de la hierba: son los majanos. Delatan una antigua práctica que vemos en otros rincones de la sierra cuando en tiempos pasados, se rozaban hasta los más pequeños rellanos y laderas, despejándolas de vegetación y de piedras para sembrar cereal o fomentar los pastos. En este lugar afloran también entre los prados, estratos verticales de calizas tabulares liásicas, que se asemejan en algunos puntos a paredones rocosos o a restos de muros ciclópeos que poderosos plegamientos se encargaron un día de tallar.

Estos parajes, conocidos por algunos senderistas como Llano de los Fósiles, bien merecerían bautizarse con el nombre del insigne geólogo Juan Gavala Laborde, quien los recorre a mediados de la segunda década del siglo pasado. En 1918 publica su Descripción geográfica y geológica de la Serranía de Grazalema y describe en las faldas del Albarracín, entre otras muchas especies fósiles, la presencia de belemnites que halla en las “calizas titónicas, rojas con manchas de color hueso”, que asoman también cerca de la cumbre. En la base del cerro, por estos rincones, apunta la existencia de “calizas margosas con sílex del Lías medio… cargadas de pedernal”, y en la que también se encuentran fósiles de “…braquiópodos, entre otros la Terebratula punctata” (2).



Camino de las cumbres entre encinas, algarrobos… y pinsapos.

Caminando entre estos estratos, nos hemos desviando ligeramente hacia la izquierda de la base del monte, hasta un punto donde se aprecian las huellas de la erosión en la ladera. Aunque podemos trepar hacia la cumbre desde otros rincones, desde este lugar que indicamos nos será más fácil acceder por la falda del monte zigzagueando por un sendero que, a veces, se desdibuja entre la vegetación. Ascendemos aquí entre grandes encinas y entre algarrobos que crecen en las empinadas rampas que conducen hasta el collado que separa las cumbres de Cerro Ponce, a la derecha, y Albarracín, a la izquierda. En nuestro camino hemos encontrado ejemplares aislados de pinsapos, alguno de los cuales presenta un soberbio porte, como se aprecia en las fotografías. Ello demuestra que el área de expansión de los pinsapos en esta serranía es más extensa de lo que en principio se creía, tal como señala un completo estudio del Departamento de Ingeniería Forestal de la Universidad de Córdoba en el que, por cierto, se incluyen estos ejemplares (3). Llegamos así al collado, donde se separan los términos de El Bosque y Grazalema, encontrándonos con una valla que lo divide en sentido longitudinal y que presenta algunas angarillas por las que podemos cruzar al otro lado, hacia la vertiente occidental de la sierra que desciende hacia El Bosque.

La mejor opción es caminar en paralelo a esta alambrada, llegando así hasta la base de la cumbre a la que accederemos fácilmente trepando entre bloques de caliza. El vértice geodésico, que vemos a lo lejos, tumbado por la corrosión de su estructura, nos servirá de orientación.



En la cumbre del Albarracín: un sorprendente paisaje.

Una vez arriba aprovecharemos para descansar. Un buen rato de reposo nos permitirá disfrutar de las magníficas vistas panorámicas que nos aguardan. Para ello, lo mejor es sentarnos junto al caído vértice, el punto más elevado de este monte, y contemplar sin prisas el soberbio espectáculo que se nos brinda hacia los cuatro puntos cardinales.



Siguiendo el sentido de las agujas del reloj, al norte se divisan en la lejanía los relieves de la Sierra de San Pablo, en Montellano, con el pueblo a su izquierda y de la Sierra de Esparteros, en Morón. Más cerca de nosotros, en esta misma dirección, destacan los de la sierras de El Labradillo, Margarita y Zafalgar.



Hacia el este, el horizonte lo cierran las cumbres de El Torreón, en la Sierra del Pinar, que desde aquí se nos antoja más abrupta que nunca, flanqueada a sus lados por los puertos del Pinar y del Boyar. El Reloj y el Simancón, máximas alturas de la sierra del Endrinal, son también visibles en dirección este, seguidas por la Sierra del Caíllo y las de Las Viñas y Ubrique, que junto a la de Los Pinos, en Cortes, cierran este murallón montañoso. El caserío de Benaocaz parece desde aquí camuflado entre el roquedo calizo de estas sierras.

Algo más al sur, la vista se nos pierde hacia las tierras del Parque Natural de los Alcornocales, donde sobresale a lo lejos el pico del Aljibe. Más cerca de nosotros, descubrimos las inconfundibles cimas de La Silla y, por todas partes, las colas del embalse de Los Hurones que rodean la base de algunos cerros (Cabeza de Santa María, Pendones, La Caldera) como si fueran islotes. El caserío de Ubrique también se nos muestra, en parte, en dirección sureste.

Siguiendo nuestro recorrido visual, veremos al suroeste la cumbre horizontal y alargada de la Sierra de Las Cabras, los Montes de Jerez, San José del Valle, escoltado por el mogote alargado de la Sierra del Valle, los parques eólicos de Paterna, Medina, Jerez… En esta misma dirección, llama también la atención la lámina de agua del embalse de Guadalcacín, o los relieves de Sierra de Aznar y Sierra Valleja, con las cicatrices de sus canteras. En el horizonte se adivinan las lomas de la campiña y tras ellas, como difuminada, la ciudad de Jerez.





Hacia el este, descubrimos también el embalse de Bornos y un buen número de pueblos del curso medio del Guadalete. Arcos sobresale en su escarpe rocoso, Bornos a los pies de la sierra del Calvario, sobre la lámina del pantano, Espera, encaramada en el cerro de Fatetar, el Coto de Bornos, o Villamartín (donde se aprecia la trama ortogonal en la que se dispone su caserío), son algunas de las muchas poblaciones que se divisan desde la cumbre del Albarracín. Más cerca de nosotros, apenas se aprecian algunas casas de Prado del Rey, oculto tras Cerro Verdugo, pero se identifica muy bien el cerro de Cabeza de Hortales, donde se conservan las ruinas de la antigua Iptuci. Y a nuestros pies, protegidas sus espaldas por el Albarracín, el caserío de El Bosque se nos muestra, a vista de pájaro, como la mejor de las estampas. Cuanto más lo contemplamos, más nos sorprende este paisaje…



Estas vertientes occidentales del Albarracín, albergan un frondoso pinar. A partir de 1957 se emprendieron tareas de repoblación ya que, en estas laderas más cercanas y accesibles a la población de El Bosque, se había perdido buena parte de la cobertura vegetal de la mano del hacha, el carboneo y el pastoreo. Más de 600.000 pinos (en especial Pinus halepensis y en menor medida manchas de Pinus pinea) se plantaron entonces (4). En la actualidad, las tareas forestales van orientadas a la progresiva sustitución de estos árboles por la vegetación natural que, poco a poco se ha ido regenerando con vigor. Desde el vértice del Albarracín, se divisa la pista forestal que, desde la carretera de EL Bosque a Benamahoma, asciende por el pinar hasta las pistas de lanzamiento de ala delta y parapente que quedan a unos cientos de metros la cumbre. Este camino, a través de la pista, es utilizado también por mucho senderistas para llegar hasta aquí. Otros prefieren hacer la travesía completa, desde Benamahoma a El Bosque, en la que se invierten entre 5 y 6 horas.

Una sorpresa en la cumbre con vistas a la historia.

Antes de tomar el camino de regreso aún nos aguarda una última sorpresa. De la mano de una curiosa inscripción grabada de la piedra, junto al vértice geodésico, nos asomamos también a los paisajes de la historia. Mientras descansamos a los pies del monolito, hoy semidestruido y casi caído, que indica la altura del monte (977 m), llama nuestra atención lo que parece ser una cruz (que por su forma nos recuerda a las cruces de Malta), grabada en la roca, junto la que pueden leerse unas cifras: 156?. A nuestro juicio se trata de un hito de los que en el siglo XIX se colocaron en muchos lugares para marcar la divisoria de los términos municipales y aún de las fincas situadas en el monte. Nuestro amigo Pedro Sánchez Gil localizó en su día uno similar en otro cerro cercano.

No tenemos respuesta cierta a estas suposiciones, aunque no creemos que guarde relación con la fundación de El Bosque. Pese a todo, siempre que subimos al Albarracín y divisamos a vista de pájaro su caserío, nos gusta recordar la historia de este pueblo serrano y, en especial, sus orígenes. Aquellos años del primer tercio del siglo XVI en los que residían temporalmente aquí los Duques de Arcos, en una casa de campo que utilizaban como base de sus cacerías en “El Bosque de Benamahoma”. Conocido inicialmente como Marchenilla y posteriormente como Santa María de Guadalupe, este enclave rústico daría lugar en el s. XIX al actual pueblo de El Bosque. Los hermanos De las Cuevas, atribuyen la creación de este lugar al tercer Duque de Arcos, D. Luis Cristóbal Ponce de León, muerto en 1573.



En estrecha relación con esta noble familia está también el nombre de otra de las cumbres que corona la sierra de Albarracín, el cercano Cerro Ponce (957 m), al que llegamos atravesando el collado. El historiador arcense, Miguel Mancheño y Olivares cuenta en su obra Apuntes para una Historia de Arcos (1896) que, en 1445, siendo conocedor Pedro Ponce de León que Mohamad aben Ozmin, rey de Granada, amenazaba la serranía, “salió con los vecinos de Arcos contra el enemigo, cuya retaguardia alcanzó entre Cardela y Garciago, villas de los moros próximas a Ubrique, y le causó grandes pérdidas, recuperando muchos cautivos y multitud de ganados. El sitio en que alcanzó y derrotó a los moros se llamó desde entonces Lomo de D. Pedro Ponce, que aún se conserva”. Aunque nosotros pensamos que este lugar habría que localizarlo más al sureste, en las cercanías de Benajú y La Fantasía, otros autores creen que pudiera corresponderse con la falda sur Monte Albarracín que miran hacia el río Tavizna, donde se alza el Cerro Ponce, en las proximidades del que fue enclave musulmán de Aznalmara y no lejos de la fortaleza de Cardela (5).

Mayores dificultades entraña conocer el origen del topónimo Albarracín. Los hermanos De las Cuevas, en su libro sobre El Bosque (1979) se preguntan “¿Y por qué el denominarlo Albarracín? ¿Y Albarracinejo la otra cara, la del Campo de las Encinas, la de Grazalema? No lo sabemos”. Eso mismo afirmamos nosotros, que como muchos lectores conocemos la existencia de este topónimo en otras provincias como Almería y Jaén. Al parecer del arabista Elías Terés, todos ellos tienen su origen en el Albarracín turolense que debe su nombre al apellido de uno de sus gobernadores, Al Banū Razīn (6). En una reciente publicación, el arqueólogo e historiador Luis Iglesias García plantea la posible vinculación del topónimo Arrecines, un cortijo situado entre Montecorto, Los Villalones y Acinipo con el linaje beréber de los Banū Razīn “… que aparecen también entre El Bosque y Aznalmara” (7). ¿Deberá a ellos también su nombre nuestro monte Albarracín? Nos hacemos estas preguntas mientras regresamos, camino de Benamahoma, pensando sobre todo en que cualquier paraje de esta serranía guarda hermosos rincones que visitar para disfrutar de la naturaleza y de la historia.

Para saber más:
(1) Bel Ortega, Carlos y García Lázaro, Agustín (1990): La Sierra Norte. Guías naturalistas de la Provincia de Cádiz. Diputación Provincial de Cádiz. Pgs.328-331.
(2) Gavala y Laborde, Juan: Descripción geográfica y geológica de la Serranía de Grazalema. (del Boletín del Instituto Geológico de España, tomo XIX, 2ª serie). Madrid, 1918, pp. 16, 39 y 79. Incluye un interesante corte geológico entre el Río del Bosque y el Albarracín en la pg. 79.
(3) VV.AA.: Aproximación a la definición del hábitat fisiográfico del Abies pinsapo Boiss. en Andalucía. Descargar PDF, p. 147.
(4) De las Cuevas, José y Jesús (1979): El Bosque. Instituto de Estudios Gaditanos. Diputación Provincial de Cádiz.
(5) Mancheño y Olivares, Miguel: Apuntes para una Historia de Arcos de la Frontera. Edición de María José Richarte García. Servicio de Publicaciones de la UCA y Excmo. Ayto. de Arcos. 2002. Vol. I. Pg. 91
(6) Terés, Elías (1978), «al-ʿAqaba. Notas de toponimia hispanoárabe», Al-Andalus, 43, 1978, pp. 374.
(7) Iglesias García, Luis: Las Villas perdidas, Ediciones del Genal, 2017, p.62


Observación: situando el cursor sobre una fotografía, podremos leer el pie de foto. Si pulsamos sobre cualquiera de ellas, podrán verse todas a pantalla completa.

Otras entradas relacionadas: Parajes naturales, Mapas, Paisajes con Historia, Rutas e Itinerarios.

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 18/06/2017

11 junio 2017

En el mirador de la Sierra de Cádiz.
Un paseo por el Monte Albarracín (1).




Entre Benamahoma y El Bosque, ceñido por los ríos Majaceite y Tavizna, se alza el monte Albarracín, un lomo alargado en dirección Norte-Sur integrado por cerros calizos que llegan a alcanzar en su punto más alto 975 m. de altitud. El recorrido que hoy les proponemos, partiendo desde Benamahoma, es una de las muchas vías posibles para acceder a la cima de este monte desde la que obtendremos magníficas vistas de muchos rincones de este sector de la provincia, y en especial de las cumbres de la Sierra del Pinar, que se alzan cercanas frente a nosotros. No en balde, muchos denominan al Albarracín como el “mirador de la Sierra de Cádiz”.

Saliendo de esta población en dirección a los Llanos del Campo, y poco antes de llegar a la Fuente del Descansadero, la carretera da una curva pronunciada a la izquierda. Justo en este punto, a la derecha, veremos una cancela verde junto a una cabreriza, lugar donde se inicia la senda de acceso al Albarracín.

Salvo en su tramo final, donde el paseante encontrará las mayores pendientes, el camino no presenta grandes dificultades para salvar los 2,5 km que nos separan del vértice geodésico del Albarracín, en cuyo recorrido invertiremos poco más de dos horas (ida). Los hermosos parajes que atraviesa, los restos de antiguas casas aisladas en el monte, las magníficas vistas que contemplaremos y el encuentro con la historia de este rincón serrano a buen seguro que compensaran el esfuerzo invertido en la travesía.

Caminando entre el bosque.



Iniciamos nuestra ruta una soleada mañana de finales de primavera dejando atrás la cancela que marca el inicio del camino. Un cartel nos aconseja que no abandonemos los senderos ya que el lugar es frecuentado por cazadores, siendo preciso atender las indicaciones que nos previenen de ello. Un joven cabrero sale a nuestro encuentro y aprovechamos para charlar con él sobre su trabajo y sobre el éxito de los quesos de la serranía de la mano de los conocidos “payoyos” que, a su entender, no se ha traducido en un incremento en el precio de la leche, “que se sigue pagando igual de mal que siempre”. Dejando el cercado de ganado a nuestra derecha, retomamos el camino que en estos tramos iniciales se encuentra bien marcada por el paso frecuente de vacas y cabras y, en menor medida, de cazadores y senderistas.

La vereda asciende suavemente entre el roquedo calizo de las faldas del monte Albarracín sombreada por la copa de grandes encinas, algarrobos y quejigos que forman en estas empinadas laderas de umbría un bosque cerrado. Al poco, apenas ganamos algo de altura, divisamos a nuestra derecha el pueblo de Benamahoma. La senda serpentea ahora entre grandes bloques rocosos, apreciándose en algunos lugares pequeños muretes de piedra que sujetan algunas rampas y que antaño facilitaban el paso de las bestias de carga, habida cuenta de que por este tramo inicial subían los arrieros y carboneros hasta la cercana Casa de las Zahurdas.

En una de las vueltas del camino, se abre a la izquierda una pequeña oquedad en la pared rocosa, un abrigo que en tiempos pasados debió de servir de refugio a los pastores. En otra, el tronco de una gran encina arrancada por el viento, corta parcialmente el paso. Por muchos rincones, vemos pacer las vacas que en sus idas y venidas trazan por todas partes pequeñas sendas que pueden confundirnos en este tramo del camino, donde habremos de estar atento a algunos hitos de piedras apiladas que nos indican en todo momento la dirección correcta.



A medida que vamos ascendiendo podemos contemplar, a vista de pájaro, el blanco caserío de Benamahoma con el telón de fondo que ponen las moles de la Sierra del Labradillo y la Sierra del Pinar. Entre ambas montañas, se apuntan las cumbres de Zafalgar donde despunta el cerro del Pilar.

En la Casa de las Zahurdas.

Cuando apenas llevamos media hora de camino y hemos recorrido unos 800 m. desde que iniciamos la ruta, el boque se aclara y deja paso a una suave ladera con prados, entre los que vemos ejemplares aislados de encinas, lentiscos, algarrobos o espinos y que nos anuncian la cercanía de la Casa de las Zahurdas. Al poco, descubrimos los restos de esta antigua vivienda rural, a la izquierda del sendero, en un hermoso paraje donde crece un bosquete de grandes eucaliptos, plantados aquí por los últimos vaqueros que habitaron la casa, hace unos cuarenta años.



La de las Zahurdas era una típica casa serrana entre cuyas ruinas aún es posible descubrir algunos de los elementos que caracterizaban a estas construcciones aisladas en el monte, que aún se conservan en muchos rincones de la Sierra. Por su aspecto y tipología, debió edificarse en la segunda mitad del siglo XIX, tiempos prósperos para las Huertas de Benamahoma en los que se levantaron también molinos, batanes y martinetes. La casa ya figura en uno de los primeros mapas trazados sobre la zona, el de geólogo Juan Gavala Laborde, en 1917. Un año después, cuando se publica la primera edición del Mapa Topográfico Nacional, también se recoge esta casa con este topónimo de “Las Zahurdas”, que apunta su origen ganadero.

Sus muros, aún en pie, delatan que fue una casa grande y espaciosa, de dos alturas, con graneros, habitaciones, cocina, cuadras y establos… Entre otros mucho detalles, se conservan en ella algunas rejas y ventanas, los restos de la bóveda de un horno de pan, los huecos de sus alacenas o lo que debió ser un curioso fregadero de barro vidriado… El tejado, arruinado ya, aún deja ver la clásica teja árabe dispuesta en dos hileras, para combatir mejor el impacto de la lluvia sobre los muros, a la manera que aún hoy podemos ver en muchas viviendas serranas.

Junto a la casa se conservan pequeños muros de piedra que forman rellanos aterrazados y que en su día debieron acoger pequeños huertos. Se descubren también algunos árboles frutales, destacando entre todos ellos un llamativo almendro cuyo tronco retorcido, modelado tal vez por el abrazo implacable de las hiedras, nos recuerda a las columnas salomónicas.



En las cercanías de la casa hay un gran pozo que mantiene un buen nivel de agua, con el que se alimentaba un pilón donde en otros tiempos abrevaba el ganado. En los últimos años se le ha añadido una de esas “bañeras” omnipresentes en todos los rincones serranos, que tanto afea la escena campestre. Muy próxima a las ruinas hay también otra pequeña construcción junto a la que encontramos un segundo pozo, sombreado por encinas y algarrobos, algo más pequeño que el anterior, pero más rústico y profundo, junto al que se conserva un viejo pilón de piedra tallado de una pieza en un gran bloque de piedra caliza. En los alrededores de Las Zahúrdas pueden verse restos de otras construcciones. Así, unos 150 m ladera arriba se adivinan los muros de una cabreriza, todavía en uso, y unos 200 m vaguada abajo, en dirección sureste, se encuentran las ruinas de otra casa.


Todo ello no hace sino confirmarnos como hace apenas medio siglo, muchas familias vivían del monte y del bosque. Este paraje, de suaves laderas y hermosos prados salpicados de árboles y rodeado de montes escarpados, tiene un encanto especial y a pesar de estar algo aislado, debió de ser un lugar más frecuentado en tiempos pasados para los arrieros que transitaban entre las cercanas Huertas de Benamahoma y las de Tavizna. A estas últimas, situadas a menos de 3 km en dirección sur, llegamos siguiendo la vaguada que se forma a los pies de la Casa de las Zahurdas y que se entalla entre las faldas del Cerro Ponce (a la derecha), y el lomo rocoso conocido como Albarracinejo (a la izquierda).

Caminado por el monte.

Después de un pequeño descanso retomamos nuestra ruta dejando atrás este apacible paraje, para subir desde aquí hasta el pequeño lomo que corona los prados en dirección al monte Albarracín, que ahora se nos oculta parcialmente. Dejamos atrás la Casa de las Zahurdas, arruinada en los últimos quince años, recordando con nostalgia los tiempos en los que aún estaba habitable y conservaba sus techumbres, tal como nos muestra la fotografía de 1988, cedida por nuestro amigo José Manuel Amarillo.



En nuestro camino pasamos por la cercana cabreriza, aún en uso, donde se encierra el ganado que vemos pastando por los alrededores. Ascendemos ahora por una suave ladera en la que afloran los estratos rocosos de calizas liásicas, casi verticales, que forman estas sierras. Desde lo alto se nos ofrece un hermoso espectáculo y, si volvemos la vista atrás, admiraremos frente a nosotros las imponentes cumbres de la Serranía de Grazalema entre las que sobresalen, de izquierda a derecha, la Sierra del Labradillo, la de Zafalgar, el collado donde se abre el Puerto del Pinar, la mole del Torreón presidiendo la Sierra del Pinar y las cumbres del Endrinal, por citar sólo los relieves más sobresalientes que constituyen las mayores alturas de la provincia y el núcleo montañoso del Parque Natural de la Sierra de Grazalema que desde aquí contemplamos en la cercanía.



En dirección este se levantan ante nosotros las empinadas faldas del Monte Albarracín, a la derecha, y del Cerro Ponce, unido al anterior, algo más a la izquierda. Ambas cumbres se encuentran separadas por un amplio collado por el que discurre la senda que nos llevará hasta las cumbres. Abundan en estas laderas encinas, algarrobos, acebuches, lentiscos, espinos…, parasitados estos últimos, en muchos casos, por el inconfundible muérdago. Algunos de estos arbustos han adoptado un inusual porte arbóreo y, como podrá comprobar el paseante, presentan una curiosa copa de forma aparasolada, modelada por el ramoneo de vacas y cabras que en las épocas en las que el pasto escasea, aprovechan también los brotes tiernos de las ramas de lentisco, de espino o de labiérnago. Como nos decía un pastor, “en los años secos, cuando escasea el forraje, el ganado se come hasta la leña”.
(Continuará)...

Observación: situando el cursor sobre una fotografía, podremos leer el pie de foto. Si pulsamos sobre cualquiera de ellas, podrán verse todas a pantalla completa.

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Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 11/06/2017