La semana pasada iniciamos un recorrido por los Llanos de la Ina, de la mano del escritor e hispanista francés Antoine de Latour quien sitúa en estos parajes la Batalla de Guadalete. En la visita que realiza a estos lugares a mediados del siglo XIX hace un alto en el monasterio de La Cartuja y se acerca hasta a las orillas del río donde evoca la famosa contienda. Junto a los arcos del puente fantasea, sobrecogido por el escenario donde “se perdió el reino visigodo”, acerca del desarrollo de la batalla en el paraje de los Llanos, a los pies de los cerros de Las Pachecas, Lomopardo. En la crónica del domingo anterior terminábamos con la escena donde Latour narra la muerte de don Rodrigo a manos de Tariq, quien lo atraviesa con su lanza y, derribándolo, “…le cortó la cabeza que envío al emir como testimonio de su victoria”.
La leyenda de don Rodrigo.
Sin embargo, para un escritor romántico como Latour, el destino que la historia depara para don Rodrigo era demasiado previsible y no se resiste a presentarnos también lo que hoy llamaríamos “un final alternativo”, una de las muchas versiones que las crónicas más tradicionales, desde el padre Mariana hasta el romancero y las leyendas populares apuntan. En ellas D. Rodrigo no muere en Guadalete y abandona de manera anónima los escenarios de la batalla -y también las páginas de historia- para expiar sus culpas.
El hispanista francés, se deja llevar también por las fuertes corrientes de la leyenda y relata que, cuando la batalla ya está perdida ante el empuje de los mahometanos, los pocos godos que sobrevivieron a la traición de Oppas, obispo de Sevilla, “…escaparon y corrieron a agruparse en torno a su rey diciéndoles que el obispo se había hecho moro. Rodrigo permaneció largo tiempo sin proferir palabra y decía para sus adentros que su hora había llegado lo que confirmó cuando vio flaquear a los cristianos” (1).
Como una concesión postrera al valor de don Rodrigo y a su deseo de intentar salvar el reino visigodo hasta su último aliento, nos lo presenta entregado a la batalla y poniendo en juego su vida: “…Entonces se despojó de su brillante vestimenta con la que podía ser reconocido y se lanzó al combate para cumplir con su deber de soldado y de cristiano. Sólo buscaba ya la muerte, la victoria había decididamente pasado a manos de los infieles. Separado de los suyos por los azares de la lucha, el rey se esforzó inútilmente en reunirse con ellos. Cuando comprobó que todos habían muerto o huido se dirigió al otro lado y conquistó el sólo una colina que dominaba toda la llanura.
Desde allí, examinando todo el campo de batalla, buscó por donde regresar, pero por lejos que dirigió su mirada, no vio de pie a ninguno de los suyos. Reconoció entonces que la suerte de los godos estaba decidida y deplorando amargamente su destino y el de España, soltó la brida de su caballo Orelia. El buen servidor, abrumado por el peso de su amo y por el de su armadura ensangrentada, siguió
lánguidamente las orillas del Guadalete. Pasó un ermitaño que, impresionado por la desesperación del rey, le aconsejó que se resignase a la voluntad de Dios”.
Y he aquí que encontramos entonces a don Rodrigo, sobreviviente a la aciaga batalla en la que perdió su reino, vagando por los Llanos en donde se desprende de sus atributos reales, de sus armas y de su caballo para no ser reconocido. Todo lo deja a orillas del Guadalete para que quien llegara a encontrarlos piense que ha perdido la vida al intentar atravesar el río: “…El rey no podría conseguirlo mientras siguiera oyendo el clamor lejano de la batalla. Pero cuando aquellos rumores se debilitaron prestó mayor atención a las prudentes palabras del ermitaño y se dejó convencer de que lo mejor que podía hacer era emplear el resto de su vida en expiar su pasado. Acto seguido reemprendió su camino y el ermitaño lo vio a lo lejos descabalgar y adentrarse en las incipientes tinieblas de la noche después de abandonar, en un pantano cercano, su caballo, la corona, sus espléndidas armas y sus arneses cubiertos de oro y de pedrería, signos externos de una realeza que en verdad ya había perdido. Aquel rocín, cubierto de golpes y aquellos ricos despojos esparcidos por las riberas del Guadalete hicieron creer que el rey había desaparecido al atravesar el río.” Como ya puede suponer el lector, a falta de datos históricos ciertos, no han faltado historiadores locales que han querido ver en esa “colina que dominaba la llanura” los cerros de Lomopardo o de Cabeza del Real, próximos al río, en el entorno del Monasterio de la Cartuja. La llanura donde se libra la batalla y que contempla un desconsolado don Rodrigo no da lugar a equívocos: los Llanos de La Ina, que se convierten así en el escenario ideal para una leyenda, como apuntaba el escritor francés en su versión de la famosa batalla.
Don Rodrigo murió en Portugal.
Pero aquí no termina el asunto y Latour recoge gustoso en su amplio relato el eco de las leyendas forjadas en los siglos anteriores que narran como Rodrigo, salvado así del desastre de Guadalete, se dirige hacia tierras lusitanas: “…marchando siempre en dirección a Portugal llegó a orillas del mar y se encontró a la puerta de una ermita donde desde hacía cuarenta años un santo varón servía a Dios. El ermitaño lo acogió como a un hermano, lo consoló, lo invitó a vivir junto a él y a compartir su humilde celda; siempre encontraría un pan de cebada y en todo momento la soledad compañera de los buenos pensamientos. Al cabo de tres días el ermitaño murió dejando a su huésped en las más santas disposiciones y piadosamente decidido a no separarse de la regla de penitencia que el bienaventurado le había trazado al morir...”
Nuestro escritor recupera después las antiguas crónicas que mencionan una curiosa leyenda en la que Rodrigo muere en circunstancias trágicas devorado por una culebra. Si bien se recrea en estas historias a las que tiene por fabulaciones, no duda en introducir elementos de autoridad para dejar una puerta abierta a la suerte que finalmente pudiera correr don Rodrigo: “…aquí acaba la leyenda, porque lo que sigue es casi histórico. Alfonso X el Sabio cuenta en su Crónica que después que los cristianos reconquistaran Viseu a los moros se encontró en el campo y ante la puerta de una iglesia una piedra con esta inscripción: “aquí yace don Rodrigo, último rey de los godos”.
Como resistiéndose a desautorizar los hechos narrados por la leyenda, se pregunta el hispanista: “¿Reposaba Rodrigo bajo esa piedra? ¿Es cierto que sobrevivió a su derrota y que en su huida errante llegó hasta Portugal?” Pero esa es una larga historia sobre la que volveremos en otra ocasión.
Latour recoge también diferentes romances que abundan en estas mismas leyendas y que sitúan la batalla de Guadalete en nuestro entorno. Después de dedicar muchas páginas a este hecho bélico y a sus principales protagonistas (bastantes más de las que dedica a describir la ciudad y sus alrededores) justifica su fascinación por este asunto: “Se comprenderá ahora fácilmente que melancólico interés me atrajo hacia Jerez la primera vez que fui a visitar la ciudad y sus alrededores, por qué desde entonces cada vez que en ella entraba me dirigía en primer lugar hacia el campo de batalla de don Rodrigo y por qué en sus alrededores siempre me desvié hacia las orillas del Guadalete –como Ulises ante la zanja de sangre de la Odisea- para interrogar a la triste sombra de los godos vencidos”.
Latour en el puente de Cartuja.
Como colofón a su relato, el escritor se detiene en el Puente de Cartuja: “Apoyado en el último arco del puente contemplé esta llanura cuya aparente esterilidad contrasta con la alegre naturaleza que le sirve de entorno. Busqué sorprender en el murmullo del río cuyas límpidas aguas rozaban mis pies y entre el susurro de sus juncos atormentados por el viento de la tarde, los rumores desvaídos del combate”.
Y allí, junto al puente, una vez más Latour se deja llevar por su imaginación y a la vista de los extensos llanos, de las cercanas lomas de Las Pachecas, de los Cejos, de la Sierrezuela y de Lomopardo que cierran el horizonte de este “fabuloso escenario de la historia” se pregunta: "¿A qué colina se retiró Rodrigo ensangrentado antes de alejarse para contemplar por última vez aquel nefasto lugar en el que rey, dejó >su corona y soldado, su espada rota? ¿Era por aquí o más allá por donde atravesó el río cuando la sangre de su buen caballo Orelia se derramaba a borbotones? Todos los incidentes de esa historia pasaron ante mis ojos y los mantuvieron atentos y emocionados con las peripecias de un drama del que sólo la escena existe actualmente. ¿Cuál es el poder de la emoción que se conserva así ligado a la memoria de las cosas ya desaparecidas y que aún hoy turba al recordar la batalla que hace once siglos entregó España a los moros, cuando hace ya siglos también que los moros fueron expulsados de España?”
Estas mismas preguntas de Antoine de Latour, casi dos siglos después, son las que nos hacemos cuando recorremos estos parajes -poco importa que estos fueran o no los escenarios reales de aquella histórica contienda- donde desde hace trece siglos el “imaginario colectivo” sitúa la Batalla de Guadalete.
Para saber más:
(1) La Bahía de Cádiz de Antoine de Latour. Traducción y notas: Lola Bermúdez e Inmaculada García. Diputación de Cádiz., 1986. De esta obra (pp. 123-134) han sido tomadas las citas textuales entrecomilladas.
Observación: situando el cursor sobre una fotografía, podremos leer el pie de foto. Si pulsamos sobre cualquiera de ellas, podrán verse todas a pantalla completa.
Para ver más temas relacionados con éste puedes consultar: Paisajes con Historia, XIII siglos. Batalla de Guadalete, Los Llanos de Caulina como escenario de la Batalla de Guadalete: la versión del historiador Adolfo de Castro.
Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 3/12/2017
Que preciosa recreación de la historia y que fotos tan bonitas ponéis. Gracias!!!
ResponderEliminarMe acabo de descargar ésta historia,para mí un verdadero placer leerla,vivo desde que nací en éste entorno muy cerca de la Cartuja de la defensión.gracias!
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