31 diciembre 2019

¡FELIZ AÑO 2020!

Con nuestros mejores deseos para el año que comienza, ¡Feliz 2020!
(Manchón de monte bajo en las proximidades del Cerro del Bonete, entre Jerez y Medina).

23 diciembre 2019


Por las tierras de Sidueña con el Padre Coloma.




A los pies de la sierra de San Cristóbal, al borde del antiguo estuario del Guadalete, donde los términos de Jerez y El Puerto de Santa María se confunden, se ofrecen a la vista del viajero las tierras de Sidueña. Estos hermosos parajes, escenario de nuestra historia desde hace casi treinta siglos, fueron “ganados” para la literatura por el Padre Coloma con la publicación de su obra Caín.

La primera edición de esta pequeña novela de juventud, vio la luz en 1873 y su acción se desenvuelve en distintos lugares de nuestro entorno cercano (Sidueña, El Puerto, Jerez) que sirven de marco a la historia de Miguel y Joaquina, campesinos que trabajan su huerta en Doña Blanca, y de sus hijos Roque y Perico.

Roque, de ideas republicanas, se unirá a la revuelta popular en Jerez y, junto a los amotinados, se enfrentará al ejército de cuyas tropas forma parte su hermano Perico, al que dará muerte. Su madre, Joaquina, será testigo directo del trágico desenlace. Como trasfondo histórico del relato, se adivinan los sucesos del “Motín de Quintas” de 1869. Y como uno de los escenarios principales de la acción, las tierras de Sidueña. Vamos a volver a visitarlas con el Padre Luis Coloma, siglo y medio después, tomando como referencia los textos de la edición de la obra realizada por el profesor José López Romero (1).

Las Cruces, en el arrecife de El Puerto.

A la caída de una hermosa tarde de mayo de 1869, caminaba por el arrecife que va de Jerez al Puerto de Santa María, un hombre ya entrado en años, que llevaba delante de si una burra”. Así da comienzo Caín, presentando a Miguel y a Joaquina, su mujer, que a lomos de la burra “Molinera”, recorren el “arrecife”, como se denominaba al antiguo camino entre estas dos poblaciones que seguía, aproximadamente el mismo trazado que la carretera “vieja” de El Puerto que hoy se conserva en dirección a Doña Blanca. En su camino, tras encontrarse con Juan Pita, un hortelano que se dirige al mercado Jerez a vender sus tomates, pasarán por el pequeño Puerto de las Cruces.

Abismados Miguel y Joaquina en sus tristes pensamientos, pasaron en silencio los dos pilares que llaman Las Cruces, colocados a orillas del camino como dos centinelas que marcan la primera legua andada de Jerez al Puerto. Sale de allí una vereda que, obedeciendo a su propio instinto, tomo Molinera, y que trepa por un cerro, sin vegetación, cubierto de hierbas secas, que dejan asomar alguno que otro murallón negro, escueto y pelado, como asomarían por una sepultura excavada los huesos de un enorme esqueleto. Aquella es la tumba que el tiempo ha labrado al castillo de Sidueñas”.

En un lamentable estado de abandono y deterioro, aún pueden verse hoy día los pilares de Las Cruces, a los que se refiere Coloma hace 150 años, en las proximidades de la entrada a los Depósitos de la C.H.G. de la Sierra de San Cristóbal. Las Cruces, entre las que discurría el viejo arrecife, marcaban la separación de los términos municipales de Jerez y El Puerto y, al llegar a este punto, los viajeros procedentes de Jerez tenían a la vista el hermoso paisaje de las tierras de Sidueña con la Bahía de Cádiz como telón de fondo.

Las dos columnas que aún se conservan sobre sendos pedestales, se situaban a ambos lados de la que fuera Carretera General y poseían en su parte superior cruces de piedra que ya se han perdido.



El castillo de Doña Blanca.

En las cercanías de Las Cruces se encuentra el Castillo de Doña Blanca, en cuyo entorno viven los personajes de la historia. No podían faltar por tanto referencias a este enclave en el relato del Padre Coloma, en cuya descripción se aprecia, en palabras del profesor López Romero, un marcado “retoricismo”.



Así es como el autor de Caín nos lo presenta: “En aquel sitio se levanto esta importante fortaleza armada de ocho torres que la fortificaban. Es opinión fundadísima que la reina de Castilla doña Blanca de Borbón, vino a llorar entre aquellos muros los desdenes del rey don Pedro, y allí, por orden de éste, el ballestero Juan Pérez de Rebolledo le dio un tósigo, por haberse negado a este crimen, con gran valor y nobleza, Iñigo Ortiz de Zúñiga, primitivo guardador de la regia prisionera.

Hoy, gracias a una mano cuidadosa que supo incrustar como en un relicario lo que el tiempo y el abandono habían dejado de aquellos muros, que tanto han visto y tanto saben, queda del castillo de Sidueñas una de sus ocho torres, la de Doña Blanca, que se alza sobre el cerro que cubre sus ruinas, como una cruz sobre una sepultura, como una corona sobre la tumba de un héroe. Encaramada sobre un alto pedestal, no tiene una flor que la adorne, ni siquiera una guirnalda de hierba que la abrace y la sostenga.



Severa como cuadra a la guardiana de una tumba, altiva como corresponde a la última morada de una reina, se ciñe su corona de almenas y muestra en su frente un escudo, en que, bajo una corona de marqués, campea el león de Castilla y se destacan las tres barras de Aragón
”.



Las descripciones que Coloma realiza en Caín sobre las ruinas que observa en el paraje del Castillo, son de gran interés para la arqueología y no pasaron desapercibidas en la revisión historiográfica que Diego Ruiz Mata realiza en su obra “El poblado Fenicio del castillo de Doña Blanca”, donde se ocupa de las referencias a las huellas de la muralla turdetana que pudo observar Coloma con algunos de sus restos todavía erguidos y a la vista hace siglo y medio.

En relación a su alusión a la “…importante fortaleza, armada de ocho torres” que asigna a la época de Doña Blanca de Castilla, Ruiz Mata corrige así la interpretación de Coloma: “El castillo medieval, al que se refiere, no existió nunca, pero pudo advertir los restos de ocho torres pertenecientes a los siglos IV/III a.n.e. Las excavaciones de estos últimos años han exhumado restos de cuatro de ellas”. Estos vestigios serán visibles, cuando menos hasta 1923, cuando el presbítero jerezano Ventura F. López, en sus artículos del Diario del Guadalete sobre Tartessos, “también pudo ver erguidos restos de viviendas y de la muralla turdetana”. (2)



Las huertas de Sidueña.

En Caín, no faltan tampoco las descripciones de las huertas de tomates, melones y frutales que se cultivaban -y aún se cultivan- junto al “arrecife”, en el Valle de Sidueña, mencionándose, a modo de ejemplo el “cojumbral” de Juan Pita. Se hace referencia también a otros caminos y veredas de estos parajes como el que en cierta ocasión toma Juan Pita, quien se aparta del arrecife y “…por un atajo que llaman La Trocha retrocedió hacia Jerez donde pensaba vender su canasta de tomates”. Aún se conserva todavía La Trocha, que atraviesa el arroyo del Carrillo por el puente de Matarrocines, en las inmediaciones del cortijo Espanta Rodrigo y, pasando por las viñas de Matacardillo, llega hasta la ciudad en las inmediaciones del campo de golf. Esa misma vereda que fue trágico escenario de no pocos fusilamientos en 1936.


Junto a todo ello, el relato ofrece valiosas referencias a los manantiales de Sidueña, en las proximidades del Castillo de Doña Blanca, de los que se abasteció El Puerto de Santa María: “Rodean aquel cerro triste y pelado, a la manera que para disimular el horror de la muerte circundan un sepulcro de jardines, cuatro frondosas huertas: la Martela, la de los Nogales, la del Algarrobo y la del Alcaide. Nace en esta última, al abrigo de una porción de álamos blancos, un manantial que lleva el dulce nombre de La Piedad y que, pródigo y compasivo con su nombre, manda uno de sus caños a fertilizar las huertas, mientras el otro sigue el camino del Puerto de Santa María, se detiene ante una ermita arruinada, para acatar la majestad caída…

Algunos de estos manantiales a los que alude el relato de Coloma, como los de La Piedad, cuentan con una historia de siglos de la que nos ocuparemos en otra ocasión, si bien los registros de sus pozos de captación de agua y sus conducciones, sufren hoy día un lamentable abandono.



Volveremos a las tierras de Sidueña, a esos parajes en los que el profesor e investigador Miguel Ángel Borrego sitúa la Shiduna árabe (3), aquella que, al decir del historiador Ahmad al-Razi (m. 955) fue “muy grande a maravilla” con un monte sobre ella “de muchas fuentes que dan muchas aguas” (4). Estos lugares que el Padre Luis Coloma quiso también dejar para siempre en las páginas de sus libros.


Para saber más:
(1) López Romero, José.: Edición de Caín del Padre Luis Coloma. Biblioteca Virtual Cervantes. También puede consultarse en Biblioteca on-line del C.E.H.J.: http://www.cehj.org. 2007.
(2) Ruiz Mata, Diego y Pérez, Carmen J.: El Poblado fenicio del Castillo de Doña Blanca. Biblioteca de Temas Portuenses, nº 5 . Ayuntamiento de El Puerto, 1995 p. 32
(3) Borrego Soto, M. Ángel.: “La ciudad andalusí de Shiduna (Siglos VIII-XI)”, Al-Andalus--Magreb, 14 (Cádiz, 2007), pp. 5-18. De este mismo autor, puede consultarse también: “Jerez, los orígenes de una ciudad islámica” C.E.H.J.
(4) García Romero, F.A.: Xerez Saduña, aportaciones al testimonio de Al-Razi. Revista de Historia de Jerez 10 (2004), Jerez de la Frontera, Centro de Estudios Históricos Jerezanos, 229-233.


Observación: situando el cursor sobre una fotografía, podremos leer el pie de foto.  Si pulsamos sobre cualquiera de ellas, podrán verse todas a pantalla completa.

Aquí puedes ver otros artículos sobre El paisaje en la literatura "entornoajerez"...

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 27/12/2015

07 diciembre 2019

Por la Garganta Verde.
Un sorprendente cañón tallado por el Bocaleones.



A nuestro querido amigo Carlos Bel Ortega, geógrafo y viajero, con quién visitamos por primera vez la Garganta Verde.

Uno de los parajes naturales más excepcionales de la provincia de Cádiz es el conocido como Garganta Verde, enclavado en el corazón del Parque Natural de la Sierra de Grazalema. Este estrecho cañón, tallado por la aguas del río Bocaleones, es un verdadero paraíso para las aves de roca y para la vegetación, así como un lugar del máximo interés para los amantes de la geología y el paisaje. Su recorrido no dejará indiferente al viajero que, con algo de esfuerzo, se anime a realizarlo. ¿Nos acompañan?

El inicio del sendero.

Partiendo de Zahara en dirección a Grazalema por la CA-5312, el recorrido se inicia en las proximidades del Puerto de los Acebuches, a unos 4 Km de la primera población.



El lugar está bien señalizado a la derecha de la carretera, habiéndose habilitado un aparcamiento y una fuente junto al comienzo del itinerario. Tras pasar junto a un pilón tomaremos la vereda que, en sus primeros tramos, transcurre por un terreno ondulado sobre el que crece un matorral en el que el paseante curioso descubrirá muchas especies propias del monte mediterráneo y donde abundan lentiscos, sabinas, aulagas, matagallos, torviscos, jaras… A nuestras espaldas quedan las cumbres de la Sierra del Pinar, el Montón y Monte Prieto, frente a nosotros la mole del Cerro de La Cambronera.





Al poco, un poste nos indica un pequeño desvío a la izquierda hasta un pequeño mirador desde el que obtendremos magníficas vistas del valle encajado del arroyo Bocaleones, del tramo inicial de la Garganta Verde, así como de los cerros de La Camilla y de La Cornicabra, que quedan frente a nosotros. Junto a la senda dejaremos atrás un llamativo lentisco, de porte arborescente, que llama la atención por el grosor de su tronco y la forma de su copa. Acebuches, algarrobos, madroños, sabinas (reconocibles por sus pequeñas bayas esféricas, de color marrón oscuro en su madurez), algunos enebros y cornicabras (con sus singulares “agallas” en forma de cuerno de cabra), nos acompañarán también es este tramo del camino, de cómodo recorrido. Llegaremos así a unas ruinas de muros de piedra seca, bases de antiguos chozos de pastores que marcan el inicio del descenso. Junto a ellos, un cartel nos pide silencio y nos avisa de que entramos en un área de nidificación de aves. No en balde, los cantiles de La Cambronera albergan la segunda mayor colonia de buitre leonado de la provincia, tras la del cercano Peñón de Zaframagón, en Olvera (1).



Descendiendo al Bocaleones.

Desde aquí, el sendero inicia una suave bajada hasta llegar a una pared rocosa, en la que llama la atención una gran cornisa que sobrevuela nuestras cabezas, posiblemente restos de las bóvedas desplomadas de una antigua cavidad. Apenas habremos invertido media hora en recorrer el kilómetro y medio que separa el inicio del itinerario de este lugar, habiendo tenido la oportunidad de asomarnos en los pequeños miradores protegidos por barandillas que se han habilitado en distintos puntos de la senda.



Atrás habremos dejado cantiles de paredones verticales donde la roca adopta curiosas formas causadas por la erosión en los estratos calizas del cañón.

Frente a nosotros, al otro lado de la garganta, vemos el cerrado cauce del “Arroyo de los Volcanes”, enigmático nombre que, por un error de transcripción que se arrastra en los mapas topográficos, ha perdido ya el original: Arroyo de los Volcones.



Este hidrónimo alude a la violencia con la que el agua discurre por su cauce, arrastrando piedras, y precipitándose en la Garganta Verde con un salto de agua a cuyos pies llama la atención una gran oquedad en la roca: los restos de una antigua cavidad que quedó al descubierto por la acción erosiva de las aguas torrenciales. El Arroyo de los “Volcanes” que recoge las aguas de las inmediaciones del Puerto del Horno de la Miera y del Llano de La Camilla, tiene como telón de fondo el imponente cerro de La Cornicabra, de perfiles piramidales, que con 1289 m es el punto más alto de la Sierra de Zafalgar. El nombre de esta sierra, de resonancias árabes, está en estrecha relación con la “Cueva de la Ermita”, la gran oquedad existente en el interior de la Garganta Verde. Nuestro amigo, el arabista M. Ángel Borrego Soto, plantea su posible derivación del árabe Sajr al-gâr, o Sajrat al-gâr (literalmente “La sierra, roca, o peñascos donde hay una cueva”), de donde procedería el actual de Zafalgar.



El sendero sigue su descenso y llega a un pequeño rellano donde se han instalado unas barandillas de protección a modo de mirador. En las paredes que se alzan sobre nuestras cabezas los amantes de la geología pueden admirar curiosas oquedades labradas por la disolución de las calizas, que llegan a horadar las rocas. En estas laderas más expuestas al sol, encontraremos a los lados del sendero, junto a las especies ya citadas otras de carácter más termófilo como el palmito, la zarzaparrilla (que se enreda con la madreselva entre los arbustos), olorosos tomillos o el espino negro (Rhamnus lycioides, subsp. oleoides), conocido también como escambrón o cambronera, arbusto del que se afirma que toma el nombre el cercano monte de La Cambronera por cuyas laderas desciende, zigzagueante, nuestra senda. En los años muy lluviosos se forma en las paredes verticales de este monte una hermosa cascada de más de 50 m de caída que se precipita hacia el Bocaleones, conocida como “La Cola del Caballo” o cascada del Tajo de la Bodega cuyas imágenes ya recogía el geólogo Juan Gavala y Laborde en 1917 (2).

Otras muchas especies vegetales pueden ser vistas en estas paredes, dependiendo de la estación en la que visitemos el lugar. A excepción de los inviernos lluviosos en los que no sería posible caminar por el lecho del arroyo, cualquier momento puede ser oportuno, especialmente la primavera. Así, podremos disfrutar de la presencia de especies de leguminosas como la alacranera (Coronilla scorpioides), la hierba de plata (Argyrolobium zanoii) u Ononix saxicola, endemismo de las sierras del sur; o de crucíferas como Alysum minus, Lobularia marítima o Crambe filiformis



La ruda, de hojas verdes amarillentas, junto al tomillo, impregna de olores el ambiente. El apio caballar (Smyrnium olusatrum), llamativa umbelífera de flores amarillas y penetrante olor, crece igualmente junto al camino, en cuyos bordes despunta en primavera de manera inconfundible.

Una curiosa leyenda.

Cuando llevamos aproximadamente una hora de recorrido, el sendero parece escalonarse y nuevamente acuden en ayuda del caminante otras barandillas metálicas en las proximidades de una gran mole rocosa que se interpone en nuestro paso en la, hace casi un siglo, se tallaron unos grandes escalones sobre los que corre una curiosa leyenda. Acerca de este lugar cuentan los hermanos De Las Cuevas, en su monografía de Zahara, no sin cierta ironía, que “…sobre ella se ha hecho una escalera desdibujada, con escalones de metro… comentan que fue hecha a punta de cuchillo por un carbonero, que subía a una recua detenida allí, las seras de carbón de 60 kilos. Si es verdad, el carbonero debía ser un atlante” (3). Ya el geólogo Juan Gavala da cuenta de que la “Cueva de la Iglesia de la Garganta”, como la denomina en su mapa de 1917, es visitada por cuantos viajeros curiosos acuden a estas sierras, por lo que, a buen seguro, los guías locales de la época llevarían a cabo las primeras adecuaciones para facilitar el acceso de aquellos pioneros excursionistas. A medida que descendemos, las paredes del cañón van ganado en verticalidad y el paraje se nos muestra más sorprendente.



Entre las rocas crecen especies típicamente rupícolas y fisurícolas: arenarias, silenes, senecios…. El “ombligo de Venus” es omnipresente, como las doradillas (Ceterach officinarum), pequeños helechos que hallamos entre las grietas de la caliza. Los gamones crecen en los pequeños rellanos de suelo que se forman entre las rocas, donde es fácil ver también gladiolos silvestres, así como otras muchas especies de los géneros Saxifraga, Parietaria, Dorycnium, Linaria, Trachelium… Todo un disfrute para los amigos de botánica que encontrarán aquí una gran variedad de plantas tapizando las paredes del cañón. Ante tal profusión vegetal no resulta difícil entender por qué se conoce a este lugar como la Garganta Verde.

El sendero que hemos seguido está a punto de encontrarse con el cauce del arroyo donde ya vemos de cerca las copas de las adelfas, de las higueras que se agarran en las paredes, de los lentiscos y los durillos... En su último tramo, poco antes de llegar al lecho de la Garganta, la vereda se escalona nuevamente y desciende frente a una gran oquedad que se abre en la roca, y sobre la que chorrean las aguas, en época de lluvias, del cauce colgado del arroyo de los Volcones. ¡Ya estamos en el cauce del Bocaleones!

Próxima entrada: En la Cueva de la Ermita.

Para saber más:
(1) Bel Ortega, Carlos y García Lázaro, Agustín (1990): La Sierra Norte. Guías naturalistas de la Provincia de Cádiz. Diputación Provincial de Cádiz, pp. 165-174.
(2) Gavala y Laborde, Juan.: Descripción geográfica y geológica de la Serranía de Grazalema. (del Boletín del Instituto Geológico de España, tomo XIX, 2ª serie). Madrid, 1918, p. 143.
(3) De las Cuevas, José y Jesús (1979): Zahara. Instituto de Estudios Gaditanos. Diputación Provincial de Cádiz, pp. 33-35.


Observación: situando el cursor sobre una fotografía, podremos leer el pie de foto.  Si pulsamos sobre cualquiera de ellas, podrán verse todas a pantalla completa.

Otros enlaces que pueden interesarte: En la Cueva de la Ermita. Un paseo por la Garganta verde (y II), Geología y paisaje, Flora y fauna, Parajes naturales, Rutas e itinerarios.

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 29/11/2015