En la Cueva de la Ermita.
Un paseo por la Garganta verde (y II).



(Continuación  de la entrada anterior)
En el lecho del Bocaleones.

Ha transcurrido algo más de hora y media desde que iniciamos el itinerario cuando llegamos al lecho del Bocaleones, habiendo salvado un desnivel de casi trescientos metros después de descender los últimos “escalones”. Caminamos ahora ente grandes bloques de piedra caliza desprendidos de los flancos del cañón o de lo que fueron techos de antiguas cavidades subterráneas. Antes de seguir hacia la “Ermita”, río abajo, visitaremos la gran oquedad que se abre en la pared, frente a nosotros, en cuyo techo cuelgan numerosas estalactitas. De ellas cae un lento goteo al suelo arenoso de lo que fue una gran cueva, ante cuya entrada desagua hoy día el cauce colgado del Arroyo de los Volcones.

Salvo en épocas de lluvia, el lecho del Bocaleones suele estar seco y puede recorrerse con facilidad hasta la Cueva de la Ermita. Las verticales paredes que conforman la Garganta Verde, separadas en algunos tramos tan sólo



por diez metros, proyectan sobre el cañón unapermanente sombra que lo mantiene fresco y húmedo aún en los meses más calurosos del estío, cuando las diferencias térmicas entre las cumbres de Las Cambroneras y el lecho del río, puede llegar a ser de más de diez grados.

Antes de seguir hacia la gruta haremos un alto en el camino para dejarnos sorprender por la singular belleza del desfiladero. Sentados sobre los grandes cantos de caliza que salpican el cauce o descansando bajo las copas de las adelfas arborescentes que crecen en las orillas, podremos admirar la majestuosidad de esta garganta, techada por la estrecha tira azul a la que se reduce el cielo visible desde aquí, entre las hojas de las higueras, de las adelfas o los laureles que filtran la luz creando una atmósfera irreal, casi mágica.

Un paraíso para las aves de roca.

El silencio se salpica de misteriosos sonidos tras los que se esconden las aves de roca que habitan los cantiles, un auténtico paraíso para la avifauna. Lejos quedan ya los tiempos en los que el quebrantahuesos era inquilino habitual de estos paredones, donde vinieron a buscarlo los naturalistas ingleses Walter J. Buck y Abel Chapman en los primeros años del siglo XX. En 1901, visitan el lugar y describen después el camino de descenso en su libro “La España Inexplorada”: “…el escobio conocido como la Yna de la Garganta no puede dejarse a un lado, aunque nuestras palabras no puedan expresar la espléndida naturaleza de este lugar, un abismo que hiende verticalmente la corteza terrestre hasta profundidades invisibles desde arriba; y oscurecido por circundantes paredes



de escarpados peñascos rojos, quebradas horizontalmente a intervalos, formando así, como si dijésemos, escalón sobre escalón, y flanqueadas por una serie de bastiones y arbotantes que proporcionan aparentemente el soporte a la gran superestructura superior
” (1). Obsérvese que este curioso nombre “la Yna de la Garganta” puede estar relacionado con “ayn”, del árabe dialectal, con el significado de “nacimiento” o “fuente” de agua.

Aunque los quebrantahuesos desaparecieron hace tiempo, los buitres son omnipresentes manteniendo una gran colonia en la Garganta, donde puede observarse una gran variedad de aves como alimoche, chova piquirroja, vencejo real y común, avión, grajilla, gorrión chillón, colirrojo tizón... Entre las rapaces, pueden verse también en estos parajes los cernícalos común y primilla, las águilas perdicera, calzada y culebrera, así como halcones, mochuelos, búhos reales, cárabos… Y junto a todos ellos, los murciélagos.

Continuaremos caminando por el lecho del Bocaleones entre los grandes cantos de caliza, pulidos y redondeados por la acción erosiva de la aguas torrenciales que bajan desde la Sierra del Pinar y que, como si lo hiciesen por un estrecho embudo, circulan a gran velocidad por la garganta. En algunos recodos, donde en las orillas se acumula algo de suelo, crecen las adelfas que forman aquí el techo arbóreo y alcanzan en algunos lugares una altura sorprendente. Entre las rocas, las higueras anclan sus raíces en las más estrechas fisuras.

Más raros son los laureles que, sin embargo, aparecen en la Garganta Verde como en pocos lugares de la sierra. En estos pequeños sotos umbrosos que flanquean las orillas del Bocaleones, se desarrollan entre los arbustos hiedras, clemátides o nuezas, trepadoras que pueden verse en muchos rincones. La vinca, de llamativas flores de color lila, tapizan los suelos bajo la sombra de las adelfas. No faltan tampoco otras especies propias de estos ambientes húmedos y umbrosos como los candilitos, el aro o los acantos, tan llamativos como abundantes. Si tenemos la suerte de verlos florecidos (hacia los meses de mayo o junio), admiraremos sus grandes espigas llenas de flores de tonos blancos, azulados o violáceos. Caminando por el lecho de la garganta en dirección a la Cueva de la Ermita, tendremos también ocasión de observar distintas especies de helechos. El más abundante es el culantrillo, que crece entre las piedras que reciben salpicaduras o en las paredes que rezuman agua. La doradilla es también muy frecuente, así como Selaginella denticulada o Anograma leptophylla, que podremos encontrar en las oquedades y fisuras más frescas y húmedas (2).

Apenas habremos andado unos doscientos metros cuando hallamos en la pared izquierda del cañón, en la concavidad de un pequeño meandro, la sorprendente gruta conocida como Cueva de la Ermita o Ermita de la Garganta. Y entonces… simplemente debemos pararnos a admirar este singular paraje.

En la Cueva de la Ermita con naturalistas, viajeros y poetas.

La “cueva” que tiene forma de cuarto de esfera, sorprende por sus dimensiones: 50 x 25 m. Nos llama también la atención la suave coloración verde y rosada de sus paredes, debida a las algas y líquenes que las tapizan. Pero ante todo, nos sobrecoge su aspecto de espacio escénico.

No es de extrañar por ello que José María Pérez Lara, el botánico autor de la “Florula gaditana”, quien la visita durante el último tercio del siglo XIX, deja escrito en su “Bosquejo físico geográfico de la provincia de Cádiz” que “…al rebasar la entrada, la impresión que produce la perspectiva de esta concavidad se asemeja al que se recibe cuando se entra en el patio de un teatro en el momento de estarse celebrando un gran espectáculo”(3).



Buck y Chapman nos describen así en 1901 el mismo escenario: “Nuestra bajada a las invisibles profundidades se vio recompensada, a pesar de un terrible descenso -parte del camino con cuerdas- por el descubrimiento de una mágica cueva llena de estalactitas y estalagmitas rosas, azules celestes y opalescentes. El lecho del cañón, que desde arriba parecía estar cubierto de arena, resultó estarlo de bloques de diez pies de alto. Después de abrirnos paso por un tortuoso camino a través de éstos durante media milla, llegamos a la boca de la gruta. Tendría una anchura de casi 200 pies y una altura aproximada de la mitad, recordando su forma en cierto modo a la envoltura de un coco. La bóveda, de colores delicados se resiste a la descripción; el techo era rosa salmón brillante, convirtiéndose al pasar hacia dentro, primero en claro esmeralda, luego en verde oscuro, y finalmente en añil; al tiempo que la luz del sol reflejándose y filtrándose a través de las paredes de roca del cañón causaba efectos fantasmagóricos como se piensa sólo existen en el país de las hadas. La cueva estaba sostenida por pilares de estalactitas que parecían los tubos de un potente órgano, y de una textura tan suave y ligera que era sorprendente al tocarlas encontrarse con roca dura. El suelo también tenía grandes estalagmitas de gran suavidad y color marrón oscuro. Desde fuera se vislumbraba el cielo a través de una estrecha grieta entre dos paredes perpendiculares que se elevaban hasta 300 pies; y encima de ese nivel se levantaban los riscos de los buitres anteriormente descritos” (4).



No cabe duda que junto a la riqueza botánica y faunística que encierra este lugar, el interés geológico es también de primer orden. Mucho se ha escrito acerca del origen de este cañón, excavado en las calizas y dolomías del liásico inferior, cuyos estratos presentan aquí una estructura casi tabular y se muestran cruzados por grandes fallas. Aunque se discute su formación y posterior evolución geomorfológica, la explicación más aceptada es la que sostiene que la erosión superficial llevada a cabo por el río provocó el hundimiento de su lecho al enlazar con formaciones subterráneas de origen cárstico. Ello ocasionó el desplome de sus techos dejando al descubierto diferentes cavidades de las que la más espectacular es la “Cueva de la Ermita”.

Pero dejemos que sea Juan Gavala Laborde, el insigne geólogo que visita la Garganta en 1917, quien nos lo cuente:

El desfiladero de la Garganta Verde es un ejemplo curioso de cómo las aguas ejercen su acción en los macizos de calizas, pues aunque esta grieta gigantesca, no se debe al trabajo de las aguas meteóricas, sino a una falla, tanto en el fondo del barranco como en sus paredes han dejado bien marcadas las huellas de su paso las corrientes superficiales y subterráneas, pudiéndose presentar como modelo de disolución de las calizas por las aguas la famosa gruta denominada Iglesia de la Garganta, situada en la margen izquierda del arroyo; tiene proporciones gigantescas y esta toda ella llena



de estalactitas, estalagmitas e incrustaciones calcáreas, de formas y colores variadísimos. Su visita es obligada, como uno de los lugares más curiosos de la Serranía, para los turistas que recorren estos parajes. El fondo de la Garganta Verde es muy escarpado, sucediéndose las cascadas y los charcos profundos, especie de marmitas de gigantes que la aguas perforan al pie de los saltos con ayuda de los cantos rodados que arrastran y que, animados por los remolinos de un movimiento rápido de rotación, barrenan el suelo al mismo tiempo que adquieren ellos mismos, por efecto del rozamiento, forma esférica. En el fondo de este barranco brotan infinidad de manantiales, que vuelven a ocultarse una y otra vez al encontrar grietas o cavidades de menor nivel piezométrico, pero que concluyen por aflorar formando un caudal de aguas bastante crecido aun en riguroso estiaje, que alimenta el arroyo Bocaleones, afluente del Guadalete
” (5).

Junto a la explicación del científico queremos traer aquí, mientras sentados frente a la cueva disfrutamos de la paz de este lugar, el testimonio de los poetas. Pedro Pérez Clotet, poeta de Villaluenga relacionado con las figuras clave de la generación del 27, dice de la cueva: “es como una iglesia y también como un teatro. Con su techo decorado con polícromas filigranas calcáreas que recuerdan los artesonados arábigos. Con su ambiente solemne y recogido, que diríase está pidiendo los alados espíritus del verso y de la música”. José y Jesús De las Cuevas abundan en esta misma idea: “El color es rosa, pero un rosa extraño que no tiene nada que ver con la carne. El verde también es irreal, un verde helecho, de alga, de acuarela, húmedo, submarino, con transparencias… Al fondo, estalagmitas y estalactitas haciéndose. Toda la cueva tiene un extraño aire de víscera, de creación, de entrañas de la Tierra. El suelo es de arena fina, pero entre las estalagmitas encontramos diminutas pilitas donde el agua filtra gota a gota. Es un agua purísima, lustral, a punto de solidificarse en cristal de roca” (6).

Y nosotros añadimos poco más. Avanzamos aún por el lecho de la Garganta otros doscientos metros hasta donde unos grandes bloques nos impiden seguir ya que, como se indica en una inscripción junto a la Cueva “a partir de este lugar el arroyo se torna peligroso y sólo puede realizarse con técnicas y material propio de escalada, por lo que su recorrido requiere de una autorización especial”. Y desandamos nuestros pasos, dejando atrás este incomparable lugar, y mientras nos alejamos pensamos ya en volver de nuevo a disfrutarlo.

Para saber más:
(1) Chapman, A. y Buck, W.J.: La España Inexplorada. Junta de Andalucía y Patronato del Parque Nacional de Doñana. Sevilla, 1989. p. 384-
(2) Bel Ortega, Carlos y García Lázaro, Agustín (1990): La Sierra Norte. Guías naturalistas de la Provincia de Cádiz. Diputación Provincial de Cádiz, pp. 165-174.
(3) Pérez Lara, J. María: Bosquejo físico geográfico de la provincia de Cádiz. Imp. El Guadalete. Jerez, 1918
(4) Chapman, A. y Buck, W.J.: La España Inexplorada… p. 385.
(5) Gavala y Laborde, Juan.: Descripción geográfica y geológica de la Serranía de Grazalema. (del Boletín del Instituto Geológico de España, tomo XIX, 2ª serie). Madrid, 1918, pp. 20-22
(6) De las Cuevas, José y Jesús (1979): Zahara. Instituto de Estudios Gaditanos. Diputación Provincial de Cádiz, pp. 33-35. Las referencias a Pérez Clotet, están tomadas de este libro.


Observación: situando el cursor sobre una fotografía, podremos leer el pie de foto.  Si pulsamos sobre cualquiera de ellas, podrán verse todas a pantalla completa.

Otros enlaces que pueden interesarte: Por la Garganta Verde. Un sorprendente cañón tallado por el Bocaleones., Geología y paisaje, Flora y fauna, Parajes naturales, Rutas e itinerarios.

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 6/12/2015

Por la Garganta Verde (I).
Un sorprendente cañón tallado por el Bocaleones.



A nuestro querido amigo Carlos Bel Ortega, geógrafo y viajero, con quién visitamos por primera vez la Garganta Verde.

Uno de los parajes naturales más excepcionales de la provincia de Cádiz es el conocido como Garganta Verde, enclavado en el corazón del Parque Natural de la Sierra de Grazalema. Este estrecho cañón, tallado por la aguas del río Bocaleones, es un verdadero paraíso para las aves de roca y para la vegetación, así como un lugar del máximo interés para los amantes de la geología y el paisaje. Su recorrido no dejará indiferente al viajero que, con algo de esfuerzo, se anime a realizarlo. ¿Nos acompañan?

El inicio del sendero.

Partiendo de Zahara en dirección a Grazalema por la CA-5312, el recorrido se inicia en las proximidades del Puerto de los Acebuches, a unos 4 Km de la primera población.



El lugar está bien señalizado a la derecha de la carretera, habiéndose habilitado un aparcamiento y una fuente junto al comienzo del itinerario. Tras pasar junto a un pilón tomaremos la vereda que, en sus primeros tramos, transcurre por un terreno ondulado sobre el que crece un matorral en el que el paseante curioso descubrirá muchas especies propias del monte mediterráneo y donde abundan lentiscos, sabinas, aulagas, matagallos, torviscos, jaras… A nuestras espaldas quedan las cumbres de la Sierra del Pinar, el Montón y Monte Prieto, frente a nosotros la mole del Cerro de La Cambronera.





Al poco, un poste nos indica un pequeño desvío a la izquierda hasta un pequeño mirador desde el que obtendremos magníficas vistas del valle encajado del arroyo Bocaleones, del tramo inicial de la Garganta Verde, así como de los cerros de La Camilla y de La Cornicabra, que quedan frente a nosotros. Junto a la senda dejaremos atrás un llamativo lentisco, de porte arborescente, que llama la atención por el grosor de su tronco y la forma de su copa. Acebuches, algarrobos, madroños, sabinas (reconocibles por sus pequeñas bayas esféricas, de color marrón oscuro en su madurez), algunos enebros y cornicabras (con sus singulares “agallas” en forma de cuerno de cabra), nos acompañarán también es este tramo del camino, de cómodo recorrido. Llegaremos así a unas ruinas de muros de piedra seca, bases de antiguos chozos de pastores que marcan el inicio del descenso. Junto a ellos, un cartel nos pide silencio y nos avisa de que entramos en un área de nidificación de aves. No en balde, los cantiles de La Cambronera albergan la segunda mayor colonia de buitre leonado de la provincia, tras la del cercano Peñón de Zaframagón, en Olvera (1).



Descendiendo al Bocaleones.

Desde aquí, el sendero inicia una suave bajada hasta llegar a una pared rocosa, en la que llama la atención una gran cornisa que sobrevuela nuestras cabezas, posiblemente restos de las bóvedas desplomadas de una antigua cavidad. Apenas habremos invertido media hora en recorrer el kilómetro y medio que separa el inicio del itinerario de este lugar, habiendo tenido la oportunidad de asomarnos en los pequeños miradores protegidos por barandillas que se han habilitado en distintos puntos de la senda.



Atrás habremos dejado cantiles de paredones verticales donde la roca adopta curiosas formas causadas por la erosión en los estratos calizas del cañón.

Frente a nosotros, al otro lado de la garganta, vemos el cerrado cauce del “Arroyo de los Volcanes”, enigmático nombre que, por un error de transcripción que se arrastra en los mapas topográficos, ha perdido ya el original: Arroyo de los Volcones.



Este hidrónimo alude a la violencia con la que el agua discurre por su cauce, arrastrando piedras, y precipitándose en la Garganta Verde con un salto de agua a cuyos pies llama la atención una gran oquedad en la roca: los restos de una antigua cavidad que quedó al descubierto por la acción erosiva de las aguas torrenciales. El Arroyo de los “Volcanes” que recoge las aguas de las inmediaciones del Puerto del Horno de la Miera y del Llano de La Camilla, tiene como telón de fondo el imponente cerro de La Cornicabra, de perfiles piramidales, que con 1289 m es el punto más alto de la Sierra de Zafalgar. El nombre de esta sierra, de resonancias árabes, está en estrecha relación con la “Cueva de la Ermita”, la gran oquedad existente en el interior de la Garganta Verde. Nuestro amigo, el arabista M. Ángel Borrego Soto, plantea su posible derivación del árabe Sajr al-gâr, o Sajrat al-gâr (literalmente “La sierra, roca, o peñascos donde hay una cueva”), de donde procedería el actual de Zafalgar.



El sendero sigue su descenso y llega a un pequeño rellano donde se han instalado unas barandillas de protección a modo de mirador. En las paredes que se alzan sobre nuestras cabezas los amantes de la geología pueden admirar curiosas oquedades labradas por la disolución de las calizas, que llegan a horadar las rocas. En estas laderas más expuestas al sol, encontraremos a los lados del sendero, junto a las especies ya citadas otras de carácter más termófilo como el palmito, la zarzaparrilla (que se enreda con la madreselva entre los arbustos), olorosos tomillos o el espino negro (Rhamnus lycioides, subsp. oleoides), conocido también como escambrón o cambronera, arbusto del que se afirma que toma el nombre el cercano monte de La Cambronera por cuyas laderas desciende, zigzagueante, nuestra senda. En los años muy lluviosos se forma en las paredes verticales de este monte una hermosa cascada de más de 50 m de caída que se precipita hacia el Bocaleones, conocida como “La Cola del Caballo” o cascada del Tajo de la Bodega cuyas imágenes ya recogía el geólogo Juan Gavala y Laborde en 1917 (2).

Otras muchas especies vegetales pueden ser vistas en estas paredes, dependiendo de la estación en la que visitemos el lugar. A excepción de los inviernos lluviosos en los que no sería posible caminar por el lecho del arroyo, cualquier momento puede ser oportuno, especialmente la primavera. Así, podremos disfrutar de la presencia de especies de leguminosas como la alacranera (Coronilla scorpioides), la hierba de plata (Argyrolobium zanoii) u Ononix saxicola, endemismo de las sierras del sur; o de crucíferas como Alysum minus, Lobularia marítima o Crambe filiformis



La ruda, de hojas verdes amarillentas, junto al tomillo, impregna de olores el ambiente. El apio caballar (Smyrnium olusatrum), llamativa umbelífera de flores amarillas y penetrante olor, crece igualmente junto al camino, en cuyos bordes despunta en primavera de manera inconfundible.

Una curiosa leyenda.

Cuando llevamos aproximadamente una hora de recorrido, el sendero parece escalonarse y nuevamente acuden en ayuda del caminante otras barandillas metálicas en las proximidades de una gran mole rocosa que se interpone en nuestro paso en la, hace casi un siglo, se tallaron unos grandes escalones sobre los que corre una curiosa leyenda. Acerca de este lugar cuentan los hermanos De Las Cuevas, en su monografía de Zahara, no sin cierta ironía, que “…sobre ella se ha hecho una escalera desdibujada, con escalones de metro… comentan que fue hecha a punta de cuchillo por un carbonero, que subía a una recua detenida allí, las seras de carbón de 60 kilos. Si es verdad, el carbonero debía ser un atlante” (3). Ya el geólogo Juan Gavala da cuenta de que la “Cueva de la Iglesia de la Garganta”, como la denomina en su mapa de 1917, es visitada por cuantos viajeros curiosos acuden a estas sierras, por lo que, a buen seguro, los guías locales de la época llevarían a cabo las primeras adecuaciones para facilitar el acceso de aquellos pioneros excursionistas. A medida que descendemos, las paredes del cañón van ganado en verticalidad y el paraje se nos muestra más sorprendente.



Entre las rocas crecen especies típicamente rupícolas y fisurícolas: arenarias, silenes, senecios…. El “ombligo de Venus” es omnipresente, como las doradillas (Ceterach officinarum), pequeños helechos que hallamos entre las grietas de la caliza. Los gamones crecen en los pequeños rellanos de suelo que se forman entre las rocas, donde es fácil ver también gladiolos silvestres, así como otras muchas especies de los géneros Saxifraga, Parietaria, Dorycnium, Linaria, Trachelium… Todo un disfrute para los amigos de botánica que encontrarán aquí una gran variedad de plantas tapizando las paredes del cañón. Ante tal profusión vegetal no resulta difícil entender por qué se conoce a este lugar como la Garganta Verde.

El sendero que hemos seguido está a punto de encontrarse con el cauce del arroyo donde ya vemos de cerca las copas de las adelfas, de las higueras que se agarran en las paredes, de los lentiscos y los durillos... En su último tramo, poco antes de llegar al lecho de la Garganta, la vereda se escalona nuevamente y desciende frente a una gran oquedad que se abre en la roca, y sobre la que chorrean las aguas, en época de lluvias, del cauce colgado del arroyo de los Volcones. ¡Ya estamos en el cauce del Bocaleones!


Para saber más:
(1) Bel Ortega, Carlos y García Lázaro, Agustín (1990): La Sierra Norte. Guías naturalistas de la Provincia de Cádiz. Diputación Provincial de Cádiz, pp. 165-174.
(2) Gavala y Laborde, Juan.: Descripción geográfica y geológica de la Serranía de Grazalema. (del Boletín del Instituto Geológico de España, tomo XIX, 2ª serie). Madrid, 1918, p. 143.
(3) De las Cuevas, José y Jesús (1979): Zahara. Instituto de Estudios Gaditanos. Diputación Provincial de Cádiz, pp. 33-35.


Observación: situando el cursor sobre una fotografía, podremos leer el pie de foto.  Si pulsamos sobre cualquiera de ellas, podrán verse todas a pantalla completa.

Otros enlaces que pueden interesarte: En la Cueva de la Ermita. Un paseo por la Garganta verde (y II), Geología y paisaje, Flora y fauna, Parajes naturales, Rutas e itinerarios.

Artículo publicado en DIARIO DE JEREZ, el 29/11/2015

Con Manuel Gil Monreal en el recuerdo
Paisajes con montañas al fondo.




El año pasado, con motivo del 50 aniversario de la puesta en marcha del Club Montañero Sierra del Pinar, publicábamos este artículo en homenaje a Manuel Gil Monreal, montañero, quien lo fundó junto a otros amigos. Hoy, 17 de diciembre, en el primer aniversario de su fallecimiento lo traemos de nuevo en su recuerdo.

Durante los años que vivimos en el barrio de la Azucarera de Jédula, entre 1972 y 1980, lo primero que veíamos cada mañana al levantarnos era la silueta inconfundible de la Sierra de Grazalema. Orientada al este, nuestra ventana nos ofrecía un día sí y otro también el juego del sol, siempre cambiante, asomándose entre los perfiles de aquellos montes, sin nombre para nosotros todavía.

Unos años después, a finales de los 70, cayó en nuestras manos en la Biblioteca del Instituto de Estudios Gaditanos un libro recién publicado que nos abrió de par en par las puertas de la sierra, mostrándonos los caminos poco transitados que empezaban a trazarse por aquellas montañas que, por la razones comentadas nos resultaban tan familiares. Aquel trabajo llevaba por título “La Serranía de Grazalema. Guía excursionista y montañera” (1), siendo pionero en su género, considerado hoy todo un clásico. Su autor, el profesor y montañero Manuel Gil Monreal, a quien conocimos después y de cuyas descripciones aprendimos los primeros pasos por estos montes, le “ponía” por fin nombre a aquellos omnipresentes perfiles que desde la campiña de Jerez o la Bahía de Cádiz son el telón de fondo de la provincia.

En 1984, Gil Monreal, junto a otros compañeros, publicará también el primer mapa de cordales de la Sierra de Grazalema donde aparece uno de sus precisos dibujos, que aquí presentamos como homenaje a este montañero y amigo fallecido hoy, 17 de diciembre de 2021..



En él se esquematizan los relieves más sobresalientes de la Sierra de Cádiz, tal como los vemos desde las tierras situadas al oeste, la campiña de Jerez y la Bahía de Cádiz. (2)

Cuatro siglos atrás: la Serranía de Grazalema en una carta náutica del XVI



Sirva esta introducción para proponerle al lector una mirada. Sitúese en un lugar abierto y despejado, oriéntese hacia el este – mejor si es al amanecer- y, si puede, elija un punto con algo de altura que le permita otear el paisaje sin obstáculos ante su vista. A poco que lo intente descubrirá a lo lejos, cerrando el horizonte, los perfiles de la Sierra de Cádiz presididos por la mole del Torreón, el pico más alto de la Sierra del Pinar que los antiguos conocían también como San Cristóbal. Esos mismos perfiles que minuciosa y precisamente se dibujan por primera vez, hace casi 40 años, por Manuel Gil Monreal.



Curiosamente, son los mismos que cuatro siglos atrás reflejó el holandés Ioannes Doetecum -pintor, grabador y cartógrafo- en su “Andaluzia ora marítima…”, una singular carta para navegantes donde se representa la fachada atlántica andaluza. La carta forma parte de uno de los atlas náuticos más famosos de su época, siendo tal vez el primero que alcanzó una gran difusión: Spieghel der Zeevaert. Este Espejo del Navegante, obra del cartógrafo alemán Lucas Jans Waghenaer, fue editado por primera vez en Leyden en 1584.

Durante toda la segunda mitad del siglo XVI Ioannes Doetecum y su hermano Lucas, con quien firma mucha de sus obras, realizan numerosos trabajos (acuarelas, cuadros, estampas, cartas náuticas, mapas y vistas de ciudades…). Uno de estos trabajos como grabadores es la carta dedicada a la costa andaluza a la que hacemos referencia y, aunque desconocemos la fecha exacta de su elaboración, debió ser realizada entre 1580 y 1584, fechas en las que fueron trazadas otras de las hojas de este atlas.

Junto a otros avances técnicos en la elaboración de mapas, el Espejo del Navegante supone para los marinos de la época el primer atlas que compendia un completo conjunto de cartas náuticas, derroteros, datos de distancias y sondas, así como consejos prácticos de navegación por las costas de las que se ocupa.



Uno de estos elementos que aporta la carta de Ioannes Doetecum es la de los perfiles de las montañas observables desde la costa, dato que supone para los pilotos una importante ayuda para la navegación.



Como reza la leyenda (“Andaluzia ora marítima…”) esta singular carta náutica refleja el espacio costero comprendido entre la desembocadura del Guadiana y la costa gaditana. Este hermoso y colorista mapa, donde se dan la mano el latín, el holandés, el alemán y el castellano, aporta interesantes datos sobre las poblaciones del litoral, los estuarios fluviales, los puertos… pero lo traemos aquí porque es tal vez el primero en el que aparecen reflejados con nitidez y precisión los perfiles de la Sierra de Cádiz, así como los del Peñón de Gibraltar. Y ello por una razón práctica de primer orden ya que estos relieves, divisables desde grandes distancias, constituyen referencias visuales y seguras para los navegantes.

Si bien es verdad que en la década anterior, Joris Hoefnagel había realizado las primeras estampas en las que aparecían –y se reconocían con cierta fidelidad- las montañas de los alrededores de Zahara y Bornos, esta primera representación gráfica de toda la serranía que nos aporta Ioannes Doetecum apunta con gran acierto los elementos más relevantes del conjunto montañoso. La leyenda de la carta se refiere a la Serranía como “Montañas de Granada”, pero en sus perfiles se reconoce con claridad, de izquierda a derecha Sierra Margarita, Loma Becerra o Zafalgar, la mole de la Sierra del Pinar que destaca en el horizonte, tal vez la sierra de Albarracín, delante de aquella…



Igualmente definidas se presentan las cumbres del Endrinal, apuntándose también, de manera menos clara El Caillo, Los Pinos… Habría que esperar más de cuatro siglos para que los dibujos de Manuel Gil Monreal trazaran una imagen más precisa de los perfiles de la Sierra.



La Sierra del Pinar: faro de los navegantes.



La carta de I. Doetecum, al reflejar la silueta de nuestras montañas no hizo sino utilizar de manera práctica algo que los navegantes ya venían haciendo desde la antigüedad: orientarse por esa referencia visual que cierra al este el horizonte de las tierras gaditanas, ese “faro pétreo” e imponente que la mole rocosa del Torreón o Pinar, con sus 1654 m. de altitud, supone para quienes se acercan a nuestras costas.



Ya en el siglo XVII, el historiador Fray Esteban Rallón, al referirse al nacimiento del río Guadalete, menciona esta sierra, incluyéndola en la cordillera de montañas de la que forman parte las sierras granadinas, como se especifica también en la carta náutica ya mencionada. Dice Rallón que “constante cosa es que el Guadalete nace al pie de la que hoy llamamos sierra de Ronda o de el Pinar que es la parte más prominente de los montes Orospedas (así los llama Florián de Ocampo) y comienzan en el Estrecho de Gibraltar desde donde se dilatan hasta Granada, llamándola hoy en su principio la Serranía de Ronda, y en su fin las Alpujarras…; de modo que todo Guadalete nace en las faldas de esta sierra a quien el moro llamaba Montebur porque en su tiempo tenía aquel nombre…" (3).



Una de las muchas referencias a la Sierra del Pinar como hito visual para los marinos la aporta Madoz (1850): “El punto más culminante de todas las sierras de la provincia es la llamada de San Cristóbal, que nace o se levanta desde otras sierras bien elevadas, sobre la v. de Grazalema, y va a morir en la del Pinar: es la primera que distinguen los navegantes cuando regresan de América, y desde su cúspide, con el auxilio de un buen telescopio, se distinguen, el cabo de San Vicente y las ciudades de Cádiz, Sevilla, Córdoba, Granada, Málaga y Gibraltar. (4). En esta descripción aparece nombrada como San Cristóbal, denominación con la que también se conocía a las cumbres del Pinar.



El insigne geólogo José Mac-Pherson, apunta también unas décadas más tarde, al escribir su “Bosquejo geológico de la provincia de Cádiz”, esta misma idea: “La Sierra del Pinar está formada de dos trozos distintos separados por la depresión que forma el Puerto del Pinar… El primero y más importante es el trozo del que forma parte el mencionado Cerro del Pinar, atalaya de los navegantes y conocido por ellos con el nombre de Cerro de San Cristóbal. Este era el primer punto de la Península Ibérica que se divisaba cuando los antiguos galeones venían de retorno del Nuevo Mundo”. (5)



Unos años después, F. de Asís Vera y Chilier, quien se apoyará para sus trabajos en gran medida en la obra de Mac-Pherson, vincula otra vez el San Cristóbal (o Pinar) a los navegantes, atribuyéndole incluso a estos el nombre con el que se conoce al monte: “Frente á la sierra del Endrinal y formando el otro lado del puerto, se levanta el áspero e imponente picacho de la Cruz de San Cristóbal a 1.562 m. sobre el nivel del mar, enclavado en la masa del cerro del Pinar, punto culminante de toda la provincia.



Este cerro es parte de la sierra del Pinar comprendido entre los puertos de Royal y del Algamazón y que con sus dos contrafuertes las sierras de la Silla y Albarracín, es uno de los lugares más amenos. Su arbolado es muy corpulento. La sierra del Pinar está formada de dos trozos distintos, separados por la depresión que forma el puerto del Pinar, de los cuales el más importante es el llamado cerro del Pinar, nombrado por los navegantes cerro de San Cristóbal
”. (6)



De lo que no cabe duda es que, los inconfundibles perfiles de la Sierra de Grazalema han sido desde antiguo una referencia en el paisaje, para quienes navegan por la fachada atlántica gaditana, y para los que desde la campiña, o la sierra, “navegamos por los mares interiores” de esta provincia donde hay un “faro” con el que orientarse: la Sierra del Pinar.



Esa que hace más de cuatro siglos, Ioannes Doetecum dejó reflejado en sus cartas. La misma que desde hace cuatro décadas comenzó a ser conocida para todos los aficionados a la naturaleza y al senderismo de la mano de los trabajos y publicaciones de un pionero de nuestras montañas, Manuel Gil Monreal,  de quien se cumple hoy un año de su fallecimiento y en cuyo recuerdo hemos querido rescatar estas líneas.




Para saber más:
(1) Gil Monreal, M.:La Serranía de Grazalema. Guía excursionista y montañera”. Instituto de Estudios Gaditanos-Diputación Provincial. Cádiz. 1977.
(2) González J.M., Gil M., Ceballos J.J., Lebrero F., Rodríguez F., Barcell M.: La Sierra de Cádiz. Información general y mapas. Gráficas Orla. Jerez, 1984.
(3) Rallón, E.: Historia de la ciudad de Xerez de la Frontera y de los reyes que la dominaron desde su primera fundación, Edición de Ángel Marín y Emilio Martín, Cádiz, 1997, vol. I, pg. 4
(4) Diccionario Geográfico Estadístico Histórico MADOZ. Tomo CADIZ. Edición facsímil. Ámbito Ediciones. Salamanca, 1986. Pg. 67.
(5) Mac-Pherson, J.: Bosquejo geológico de la provincia de Cádiz. 1873. pg. 47.
(6) Vera y Chilier, F. de Asís.: Memoria sobre la formación de las rocas de la provincia de Cádiz, 1897Anales de la Sociedad Española de Historia Natural. Seri II, Tomo octavo XXVIII) Madrid 1899, pg. 309.


Observación: situando el cursor sobre una fotografía, podremos leer el pie de foto.  Si pulsamos sobre cualquiera de ellas, podrán verse todas a pantalla completa.

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