Como es conocido, el monasterio de la
Cartuja de Santa María de la Defensión fue considerado desde antiguo como un conjunto arquitectónico y artístico de gran valor, habiendo sido el primer Monumento Nacional (1856) declarado en nuestra provincia. Iniciada su construcción en el último cuarto del s. XV, sus siglos de gloria dieron paso, a un progresivo deterioro, que se inicia con la invasión napoleónica y se continúa con la marcha definitiva de los monjes tras la desamortización de Mendizábal. Durante más de un siglo, el monasterio sufrirá en sus edificios los estragos del tiempo, el vandalismo y la desidia de todos.
Como no podía ser de otra forma, si el abandono y la ruina se apoderaron del cenobio, los elementos exteriores del conjunto monumental se llevaron, tal vez, la peor parte. Con la vuelta de la comunidad cartujana en
1948, se comenzó una lenta reconstrucción y recuperación que afectó especialmente a las dependencias religiosas que quedaban dentro del recinto murado que
protegía al monasterio. Sin embargo, poco pudo hacerse ya por el deterioro y aún la destrucción de las tapias que rodeaban la antigua Huerta de la Cartuja, de las “Puertas del Campo”, del molino de aceite o de algunas construcciones y elementos singulares como el “
mirador” y el
humilladero levantados extramuros, muy próximos al río.
Hace ya casi treinta años, cuando recorríamos las riberas del Guadalete
aguas arriba de La Corta, a la altura de un recodo en ángulo recto que forma su cauce a los pies del Monasterio, nos sorprendió lo que parecía ser una extraña columna inclinada, de pequeñas dimensiones, que asomaba entre la vegetación en la cúspide de un mogote rocoso que se levanta apenas a treinta metros de la orilla del río. Cuando nos acercamos, no sin dificultad, abriéndonos paso entre los arbustos espinosos de
Solanum bonariense que lo cercaban, reconocimos los restos de lo que pudo haber sido un
crucero. Lo confirmamos después, al consultar antiguos planos y grabados de las dependencias del Monasterio que señalaban en este punto la existencia de un pequeño
humilladero. A escasos metros de él se levantaba un mediano edificio, de planta rectangular y tejado a dos aguas, que
se conocía como “Casa del guarda”, un antiguo
mirador que amenazado por la ruina, aún conserva memoria de la hermosa dedicación que un día tuvieron sus estancias. Algo más lejos, sobresaliendo tras los altos muros que cercan el monasterio, mostrándonos aún toda su solidez de antaño, despuntaba una llamativa construcción en ladrillo: la
torre de contrapeso del que fuera
molino de aceite de La Cartuja.
Hace unos meses, cuando de nuevo volvimos a pasear por las orillas del río, quisimos “rescatar” la memoria de este lugar antes de que acabe perdiéndose definitivamente que es lo que pretendemos evitar, modestamente, con estas breves notas.
Un mirador asomado al río y la Bahía.
No conocemos a ciencia cierta cuando fueron construidos el molino, el mirador o este sencillo humilladero, aunque creemos que, al ser todos ellos edificios exteriores al monasterio, bien pudieran haberse levantado en la segunda mitad del siglo XVI o a comienzos del XVII, si bien todos sufrieron luego modificaciones. De algunos de ellos nos da pistas el
Padre Rallón en su
Historia de la ciudad de Xerez de la Frontera, a mediados del XVII. Así, tras describir las principales dependencias del monasterio apunta que (el entrecomillado es nuestro):
“
(…) De esta plaza se baja a la huerta que es en la vega del río, donde se crían algunos árboles frutales y lo más de ella está poblado de diversas hortalizas para el gasto de la casa, todo regado con una azacaya sacada del río o del Salado que le sirve de cerca, y encima de ella, en el mismo ribazo en que está fundada la casa, está fundado un humilladero con un mirador labrado para esparcimiento de los religiosos donde se salen los días que les permite aflojar algún tanto la cuerda de su extremada observancia: son dos piezas una en otra muy hermosas y dilatadas. La primera es un soportal con mármoles blancos con sus poyos, y la segunda una espaciosa sala con sus asientos, donde se sientan en conversación al modo que los Padres del Yermo tenían sus juntas y colaciones…” (1)
Este mismo paraje es descrito también, dos siglos más tarde, en
Noches Jerezanas (1839), por el historiador local
Joaquín Portillo que, literalmente, plagia sin citarlo lo escrito por Fray Esteban Rallón. Juzguen ustedes:
“
De esta plaza se baja a la huerta que está en la vega del río, y cría algunos árboles frutales, aunque su primer destino era para la producción de la hortaliza necesaria para la casa. Toda ella es regada con una azacaya ó ramal que sale del río Salado que le sirve de cerca; en la parte superior de ella ó sea el ribazo en que está fundada la casa se formó un humilladero con su mirador que servía al recreo de los monjes en los días que les era permitido salir a él” (2).
En la descripción de Rallón se aportan interesantes datos que nos ayudan a interpretar el paisaje actual y sus elementos más relevantes, casi cuatro siglos después de que él los contemplara. Aunque no menciona la torre del molino (tal vez, obra posterior) si apunta ya la existencia del
mirador que ha sufrido desde entonces algunas transformaciones importantes, tal vez para su adaptación a “casa del guarda” a la que fue destinada durante un tiempo. La primera de las estancias, que con
sensibles cambios aún se conserva, es una sala cerrada, con ventanas a la huerta, en la que aún se adivinan los “
poyos”, es decir, los bancos corridos arrimados a la pared, donde los cartujos se sentaban a conversar. Es curiosa la expresión “padres del Yermo”, referida a los monjes, pues con ella se hace alusión en el cristianismo a los primeros eremitas y anacoretas (“Padres del Desierto”), a los que Rallón compara con nuestros cartujos. La segunda dependencia
era el
mirador, propiamente dicho, abierto al mediodía, a modo de
soportal con
ventanales abiertos, coronados por
arcos de medio punto sujetados por columnas de mármol blanco. Estos huecos fueron tapiados, si bien en su fachada aún se aprecian con nitidez, por el resalte de sus arcos en ladrillo,
cuatro ventanas de 2,30 m de anchura y algo más de 3 m. de altura que guardan en sus enjutas la
decoración de azulejos original.
Son los “soportales” a los que alude Rallón en su descripción y que se cubrieron para transformar esta estancia abierta en un espacio cerrado. Desde su única ventana aún se contemplan magníficas vistas, limitadas ahora por la espesa arboleda del río. No en balde este fue el motivo de su elección: servir de distracción, de lugar de esparcimiento y de ocio a los monjes en esos escasos días “
que les permite aflojar algún tanto la cuerda de su extremada observancia”.
La casa-mirador está orientada al sureste y desde ella se obtenían las mejores perspectivas que podían contemplarse desde el monasterio. En primer término permitía una muy cercana visión
del Guadalete. Sus riberas, desprovistas de los eucaliptos que hoy casi ocultan la lámina de agua, quedaban entonces expuestas a la contemplación, mostrándose también un tramo recto del río hasta más allá de
La Corta, lugar donde se encontraba el primitivo embarcadero de la ciudad que sería después trasladado a la aldea de El Portal. A lo lejos, la vista transportaba a los monjes hasta la Bahía de Cádiz. Así lo relata el propio padre Rallón al describir los
horizontes que se contemplan hacia el mediodía:
“
Está fundada esta insigne fábrica sobre el ribazo del río Leteo, hoy Guadalete, que la baña por el medio día. Está situada a los cuatro vientos con alguna declinación al oriente, para gozar en invierno, más temprano, de las influencias del sol. Por esta parte del mediodía se descubre un dilatado horizonte, que fenece en el mar océano sin que algunos cerros que tiene, a un lado y a otro, le estorbe su dilatada vista que, a distancia proporcionada, alcanza ver la ciudad de Cádiz, descubre su bahía y registra sus embarcaciones” (3)
De nuevo
Portillo, en sus
Noches Jerezanas, al describir el lugar en 1839, dos siglos después que Rallón, vuelve a “copiarle” (sin citarlo) las mismas ideas. Compruébenlo:
“
La nunca vien elogiada obra de la Cartuja, monumento de la piedad de nuestros mayores, está situada sobre el ribazo del célebre río Gaudalete que le baña por el mediodía. Lo está también a los cuatro vientos, aunque declinando un poco sobre el oriente para paticipar en los inviernos de las bellas influencias del sol. Por la parte del mediodía se descubre un dilatado oriente que fenece en el mar occéano, sin que alguunos cerros que tiene por uno y otro lado le nieguen la dilatación de sus vistas que llegan hasta el punto de poder contemplar y distinguir las embarcaciones”. (4)
Sea como fuere, nuestro escritor decimonónico acierta de pleno al expresar la paz que se respira en este paraje, lo que se siente en este lugar al que los cartujos acudían a conversar y a distraerse contemplando el paisaje: “
… Aquí se embelesa el alma hasta el punto de apetecer no perder jamás de vista unos sitios tan amenos y deliciosos que parece fueron formados para que los habitasen los ángeles de la soledad, ó los santos moradores del yermo”. (5). ¿Les suena lo de “
los santos moradores del Yermo”?.
El humilladero del río.
Pero los padres cartujos no sólo acudían a este apartado rincón, junto al río, a contemplar el paisaje. Éste era también un lugar de recogimiento y de oración en el que se erigio un
crucero, un
humilladero.
Es sabido que la Cartuja contó con varias cruces repartidas por distintas dependencias del monasterio. La más conocida es la denominada
Cruz de la Defensión, que todavía se conserva en los jardines exteriores situados delante de la monumental portada de acceso, obra esta última de Andrés de Ribera. El profesor
Aguayo Cobo, que ha realizado un completo estudio de este crucero, apunta también como el historiador
H. Sancho de Sopranis cuestiona que esta sea la cruz del Humilladero, mencionada en las fuentes documentales, toda vez que existieron también otras cruces junto al estanque de los galápagos o en el jardin del claustro (6). Y a todas ellas hay que añadir el sencillo crucero del que hoy nos ocupamos, cuyos restos se conservan cerca del río en el exterior de los muros del monasterio.
A buen seguro que este pequeño
humilladero, menos ostentoso y monumental que los mencionados, gozó de las visitas de los monjes por lo apartado y recogido del paraje y el atractivo de sus vistas. Para su construcción se aprovecho la cúspide de un
mogote rocoso de empinadas paredes, muy cercano al río. Este mirador natural ha sido tallado por el río dando lugar a un montículo en cuyas paredes sobresalen bloques de
rocas de yeso engastados en las
margas abigarradas y rojas de edad triásica.
En la descripción del antiguo Monasterio de la Cartuja de la Defensión que en
su inventario de Patrimonio Inmueble de Andalucía presenta el
Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico, se menciona esta singular obra, junto a la vecina “casa del guarda” o mirador, diciéndose de ellas
que: “
“
Por último habría que añadir aquí, a pesar de encontrarse al sur del claustro de los legos, el molino de aceite y la casa del guarda de la huerta. El primero, en estado de abandono, responde a la estructura de molino de hacienda de olivar, con una nave rectangular para la viga y un espacio cuadrado que corresponde a la torre de contrapeso. Al exterior, destaca el volumen de esta última, con tejado a cuatro aguas y especie de pináculos como remate. La casa del guarda por su parte, posee planta rectangular, con sencilla viguería como cubierta. Al exterior presenta sus muros ornamentados con arcos en resalte de ladrillo y decoración de triángulos con azulejos en sus enjutas. La cubierta exterior es a dos aguas. Como último elemento a tener en cuenta en el edificio conviene señalarse el humilladero, el cual presenta una sencilla estructura cuadrada con cuatro alturas distintas a modo de escalones, que culmina en un cuerpo circular con casquetes y otro hexagonal, y finalmente una cruz, hoy inexistente”.
El paseante que recorra las orillas del Guadalete puede aún comprobar que el humilladero es una sencilla obra que aún nos muestra con claridad su primitiva estructura, pese a los estragos del tiempo. El conjunto se asentaba sobre
cuatro basas octogonales (y no cuadradas, como indica la ficha del IAPH) dispuestas a modo de gradas. La mayor de ellas, en la que se apoya toda la obra, tiene 1 55 cm de lado y es también la de mayor altura (55cm). Las otras van decreciendo en dimensiones (115, 95 y 78 cm. respectivamente) a la par que disminuye también la altura de los
escalones que dejan entre ellas (27, 19 y 15 cm. respectivamente). El mortero del que están construidas presenta en superficie un tratamiento especial a imitación de ladrillos que puede haber sido añadido posteriormente.
Sobre estos peldaños se levanta un
casquete esférico, labrado en una llamativa piedra negra, con ocho caras de 55 cm de lado en su base y 50 cm. de alto, en cuya parte superior entronca un
prisma octogonal, del mismo material, que culmina con unas molduras y una pequeña semiesfera sobre la que
en su día se alzaría la cruz, hoy perdida. Este último cuerpo tiene un metro de altura, por lo que todo el conjunto que hoy se conserva -sin la cruz- alcanzaría una altura total aproximada de 2,60 m.
En la actualidad, las basas se han agrietado, tal vez por fallos en su cimentación y por la acción de las raíces de los arbustos que han crecido entre ellas (esparragueras,
S. bonariense, higueras, hinojos…) y que hemos podido retirar casi en su totalidad. Como consecuencia del deterioro de la base, el cuerpo superior ha perdido parte de su apoyo y se muestra inclinado, con riesgo de desprenderse.
No estaría mal, en estos tiempos en los que se reclama la apertura de la Cartuja a las visitas y una mayor inversión en el mantenimiento del monasterio, que se recordase que en sus exteriores, existen elementos patrimoniales de gran valor que corren el riesgo de arruinarse, como el humilladero.